Cómo iba a explicarle. Si a veces lloraba sin sentido. Él
nunca iba a entenderlo. Porque yo lloraba al mirar por la ventana del edificio
si era de noche. Por ese olor que tienen las hojas secas de otoño, por la
tibieza del verano o la humedad del invierno o la brisa de la primavera.
Lloraba por la lluvia. Lloraba de nostalgia por lo que no existía. Y me
imaginaba saltando como aquella vieja de enfrente que se suicidó. Quebrándome
en el pavimento, sangrando la vereda. Las caras de horror, la mía deshecha. Él
reía al contármelo. Porque la vieja cuando se estrelló contra el suelo, estaba
maquillada y vestida como para ir a una fiesta. Yo lo escuchaba sin reír. No me
causaba gracia. Y le hubiese dicho que quizás para ella, la muerte era una
fiesta. Pero en cambio no dije nada. Me quedé callada. Porque él me hubiese
mirado como si estuviese loca, como hacía siempre.
Entonces yo lagrimeaba por las cosas que no habían
pasado. O algunas veces sí, y lloraba porque cuando era niña mi primo metía su
mano por dentro de mi enterito y yo no decía nada porque a lo mejor pensaba que
si lo contaba, mis padres iban a dejar de quererme; como dijo una vez mi
sicólogo. Porque mi madre no me cuidó como debería y porque mi padre me pegaba
sin razón. O quizás lloraba por los lugares de ausencia, por los dolores
añejos, por lo que no sanó y todos mis secretos. Pero, ¿cómo iba a explicarle?
Él nunca me entendería. Él ni siquiera lloraba. Y cuando digo llorar, no hablo
de lágrimas. Hablo de eso que te da en el pecho aunque no lo hagas, de la
sensación. Hablo del vacío, del hueco adentro, profundo. De cuando te pueblan
todos tus fantasmas.
Eso siempre me pasaba después que cogíamos y yo no me
dormía. No me podía dormir. Y empezaba a pensar cosas. Quedaba mirando el techo
o sacaba la cabeza por la ventana con el torso desnudo aunque hiciese frío,
aunque me vieran las tetas los de enfrente. Armaba un porro y disfrutaba de ver
cada uno de los apartamentos e imaginar qué estarían haciendo los que allí
vivían. Creía que capaz aquel pibe de allá, estaba pensando las mismas cosas
que yo mientras su novia dormía. O a veces sólo me saboreaba de ver la ropa
colgada, las luces prendidas, las sombras detrás de las cortinas. De ver a
alguien cualquiera, fumar.
Me sentía sola pero me gustaba. Había algo en esa parte
de mi sensibilidad, que me hacía sentir única, incomprendida. No era
sensibilidad. No sé qué era. Pero me separaba del resto, me separaba de él. Y
talvez eso no me molestaba tanto. Aunque a veces sí y me parecía que estaba
durmiendo con un insulso, un enemigo. Y en mi apocalipsis, iba a morir sola con
ideas, de fantasías que nadie tiene.
Claro que había momentos de pasión y no pensábamos. No sentíamos.
Éramos sólo instinto y garchábamos de parados en el pasillo o en las escaleras
deseando que alguien nos viera. O como la vez que de golpe me puso un revólver
en la sien, diciéndome: “q u i e t i t a”, con cara de enfermo. Yo quedé
inmóvil, temblando sólo mis piernas. Hasta que riendo dijo: “es de mentira”, y
bajó el arma. Pero mi sangre ya corría sin parar. No me salían palabras.
Tampoco me enojé. Sentí adrenalina. Me excité y lo besé desesperada. Garchamos
violentos, como nunca. Yo sé que eso jamás lo hubiese hecho con un arma real,
pero capaz, en alguna parte de él, lo deseaba. Y eso me gustaba. Me gustaba que
no fuera previsible y que algo dentro de él, pudiera matarme.
Esa época nos deleitaba por todo ser nuevo. Mi cuerpo, su
piel suave. Todos los olores. Y nos esperábamos para eso, para desnudarnos
apenas nos viéramos. Para que encontrarnos sea igual a orgasmos, a fumar porro,
a hablar de salvar al mundo, reírnos y que yo después, mirara por la ventana
sin que él lo supiera. Para que él me refregara la cara contra las pancartas
anarquistas pegadas en las paredes de su cuarto cuando me apretaba de espaldas,
cinchándome el pelo. Y arquearme hacia atrás para que llegara a mis nalgas y
sentir los mechones, entre los dos, mojados de sudor. Sentir suaves cosquillas
de los pelos finos sobre la parte baja de mi espalda y él, en su vientre.
Pero un día la vida real se metió entre todo. Entre los
huesos. Y entonces la melancolía eran cuentas que pagar, eran trabajos, nafta.
Eran exámenes, un alquiler, la cuenta del gas. Y necesitábamos más espacio,
intimidad. Necesitábamos otras cosas que no sabíamos bien qué eran pero que no
eran esas que sí teníamos. Empezaron los gritos, los cachetazos, las manos
largas. El llanto que sí tiene ruido y lágrimas y rabia. Los portazos, los no
te aguanto más y los me tenés podrido.
En ese tiempo, mirar por la ventana después del caos, me
servía para escapar. Me metía en la vida de otros, en sus historias y soñaba
con lo que se pudieran decir aquellas personas de las que sólo conocía sus
sombras. Y cada tanto miraba el rostro de él dormido y no sabía quién era. Como
si esa cara que me había cansado de ver, ya no la reconociera, como si fuese
distinta. Y lo miraba fijo, asustada.
Hasta que una noche de esas, no aguanté más y me tiré.
Salté. Estrellé mi cara contra el pavimento y sangré la vereda. Me despedacé
vestida para una fiesta, maquillada. Salté y le dije que no volvería, nunca
más.
Para ese entonces, todo había cambiado para mí y andaba
con una mochila de camping. Vestida con el uniforme negro y mis lentes rojos de
sol, escuchando música por 18 de julio sin saber a dónde ir. En las frases
siempre aparecía de soslayo un loquita
y yo bajaba cada vez más de peso. Durmiendo cada noche en una cama distinta con
alguien diferente. Con libertades vagas y horarios exactos. En mi mochila: una
muda de ropa, una toalla, la jobonera, una vianda, cereales, mi disco de los
Smiths… mi diario.
Había noches de bañera, de camas anchas o de colchones en
el suelo, de baños helados y duchas de baja presión. De discos que sonaban la
noche entera. Había de todo. Había moñitas sin salsa, lentejas solas, arroz
pasado. Había cerveza sin comida, había alimentarse a cebada varias cenas. Había músicos, boxeadores, clowns. Y algunas veces, hasta había bombones
debajo de la almohada, de esos que tienen una cereza y licor adentro. Y yo los
saboreaba de camino al trabajo, pensando que después de todo, nada era tan
triste.
Había la noche y esas madrugadas que tiñen azulinos los
contornos de las cosas. Había el bullicio cuando parece estar dormido. Las
calles vacías, los perros ladrando a lo lejos. Edificios grises, casas viejas.
Hombres durmiendo que no entenderían. Había recuerdos.
Y siempre pero siempre, había una ventana para
llorar.
Me encanta esa forma de relatar... Me encanta la crudeza y desnudez de tus palabras, pero sobre todo me encanta poder cerrar los ojos y verte llorando en esa ventana aún sin conocerte.
ResponderEliminarNo puedo evitar desear que algún día lo entiendan.
Si lo pensamos bien en realidad las ventanas son ni más ni menos que lo que nos acerca al exterior, son nuestro único nexo con el "afuera" sin salir de la zona de confort que genera el estar en una casa. Es estar desprotegido pero protegido al mismo tiempo donde podemos ir viendo lo que hay del otro lado, aunque sea mediante una ventana rota.
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ResponderEliminarPasa, siempre pasa.
ResponderEliminarCreer que uno está bien, tranquilo, y sin embargo cuando la otra persona se duerme te sentís mal. Usado, vacío, triste. Y querés escapar, pero no podés. No podés dejar de sangrar. Y mirás por la ventana, como una metáfora de libertad, porque las paredes nunca se terminan por venir abajo. Y no sabés por qué te sentís así, o quizás sí, pero no podés frenarlo.
Igual creéme que una noche, sin que te des cuenta, cuando creas dormida a la otra persona y estés en la ventana, también va a estar ahí, mirando y sintiendo lo mismo que vos (o algo muy parecido). Y se van a abrazar, y van a dejar de sangrar.
Gracias por alegrarme la mañana de este domingo podrido.
ResponderEliminarCasi lloro de agradecimiento por mi propia ventana.
No dejes de escribir nunca.
Tienes un don.
Me encantó.
ResponderEliminarTe saludo con sensación de llanto silencioso en el pecho.
Abrazo.
Ideal para leer en la madrugada. Soy muy afortunado de haberme topado con esto a las 4 a.m.
ResponderEliminarAhora que llegué acá te voy a seguir leyendo, y no es negociable. Aquí me quedo.