miércoles, 2 de diciembre de 2020

El patio de mi casa

En su cigarro había un montoncito de ceniza al borde de caer que jamás caía. Estaba acomodado en forma de torre en un equilibrio casi mágico que me impacientaba. A ella parecía no preocuparle y seguía hablándome con palabras que cambiaba de femenino a masculino, como ser: mantos y leños. Las palabras son lo más importante que tiene el mundo, pienso. Se estructura el lenguaje y el inconsciente, llenás de imágenes a un poema o le decís a alguien que se chupe una pija. Qué belleza.
Pienso que quiero vomitar todo lo que comí hasta el día de hoy mientras observo el tránsito de un caracol por el suelo, es lento y va contrayéndose y expandiéndose con su pollera a lo bata de madame de cabaret, esas de tul y peluche ondulado en las terminaciones, solo que las ondulaciones del caracol son de baba espumosa. Cuando ya no está, sigo con los ojos la línea tornasol que dejó en el piso de piedra. ¿Por qué ella habla tanto? Ahora está llorando y ni entiendo por qué. Se prendió otro cigarro y no llegué a ver la torre Eifell de la ceniza, caer.
Los jazmines jamás florecen en mi jardín. Ese arbolito está muerto en vida. Es que el verdadero miedo se esconde en lugares invisibles. Qué fracaso de vida. Hablo de la mía, no de la de ella, ni la del árbol. 
Valentina está salvada porque tiene poderes. Una vez, comiendo pescado, una espina se clavó en mi dedo y sangró. Sollocé y entonces ella lamió mi yema y como si fuera Ponyo, la sanó. Tiene saliva mágica. Por eso no se le cae la ceniza del cigarro. Ahora entiendo, lo hace a propósito para brindar un espectáculo de equilibrismo rodeado de humo.
Un trueno se escucha desde el cielo y seguro hay un rayo que no se ve. Estoy cansada de esta vida y del fluir de la existencia. Es mejor que me vaya yo y vuelva Maradona.
Ella me cuenta una historia de un niño que va por un lago arrastrando su mano sobre un costado de la lancha. El niño es morocho y está solo en el medio de la nada pero no teme. Pensamos juntas que sería lindo estar a la deriva sobre un río en la selva y nos entusiasmamos con la idea de escuchar los sonidos de los pájaros amazónicos, ver delfines rosados y recibir descargas eléctricas de anguilas. Y después la lluvia y los mosquitos bebiendo nuestra sangre. 
Me adelanto y digo que quiero morir de fiebre amarilla. Que lo único que no deseo es que a mi cuerpo lo tomen las sanguijuelas, me aterrorizan. Hasta una piraña puedo soportar.
Ella se tiene que ir porque Emiliano la vino a buscar y la está esperando en la puerta, mandando un audio de whatsapp.
Entro a casa y mi hija me dice que creció. Se para y se estira, me muestra su torso desnudo y su vientre y está en puntas de pie.
Le digo que efectivamente sí y que claro que crece cada día pero que no puedo verlo porque esas cosas se ven a la distancia. 
-¿Qué distancia? -me dice. 
-La distancia qué hay entre la selva y el patio de casa.

martes, 13 de octubre de 2020

Pre-imagen

Se ven poco: dos veces por semana. A veces sólo una. Como muchísimo, pueden llegar a verse tres veces por semana. Eso sí, hablan todos los días. Él le manda mensajes y le pregunta cómo está. Hablan del tiempo; de si está muy frío o hay humedad. “Cómo llueve”, dicen a veces. O “qué divino está el día para tomar mate por ahí”.
Por las noches se despiden deseándose un buen descanso. Cuando se ven, se saludan con un piquito. Y no se desean inmediatamente, pueden convivir a la distancia.
Toman vino y hablan de banalidades. Cada tanto hablan de temas más profundos pero ella siente que él no la escucha. Que algo hace que estén a kilómetros de distancia. Y él siente que todo lo él pueda decir, a ella no le importa.
No siempre que se ven, cogen. Cogen bien pero poco y siempre en la misma posición. Un día él le dijo que le gustaba hacer otras cosas, sublimarse. Y eso a ella la hizo sentir mal. Y se avergonzó de su deseo, haciéndolo disminuir con el paso del tiempo.
Hay una imagen. Están en la Antártida. El paisaje se expresa en tonalidades de blanco. Viven en un Iglú. Hablan muy poco. Él sale en búsqueda de algo, vestido de harapos grises y pieles de animales muertos, marrones. Su nariz y sus mejillas están rojizas, quemadas por el frío.

Ella se queda dentro, cubierta de pieles peludas color azabache. Tiene las manos entumecidas pero toma un papel y escribe algo. Escribe: tengo frío y quiero morir. Dobla el papel y lo mete bajo un cojín.

Él camina kilómetros sobre la nieve, los pies se hunden en cada pisada. Toma con su mano un poco de nieve, forma una bola y la tira a la nada, haciéndola explotar. Después se fuma un tabaco.
Horas más tarde, vuelve al Iglú. En su mano lleva una flor rosada. Extiende el brazo y ella la recibe. Es una flor natural, no entiende cómo  pudo conseguirla. La huele y tiene olor dulce, fresco. El perfume de los pétalos la hace revivir. Se dan un breve beso en los labios. Ella levanta el cojín y tacha el “quiero morir” del papel. Y así, es cómo se quieren.

Una noche de verano quedaron en tomarse un vino de caja en la plaza. Él la vio llegar y le dijo que mejor fueran al balcón de su casa. Ella tenía una pollera muy corta y abajo una tanga cuadrillé translúcido con tiritas muy finas a los lados, color crema. Podían llegar a verse si hacía determinados movimientos con el cuerpo.
Rieron casi toda la noche. Se dieron cuenta que amaban la misma película. Y se tiraron desnudos con los cuerpos transpirados frente al ventilador. En la panza de él había un tatuaje que decía “una temporada en el infierno” pero en francés y con letra rara. A ella le pareció sumamente erótico.
Cogieron pero en un polvo que duró quinientas horas y que ninguno pudo tener un orgasmo como el normal que conocemos. Pero sin embargo, sintieron algo irreversible. Una fuerza que nacía desde dentro como un imán o como la fuerza de la gravedad que lleva todo hacia ella. Todo lo que él hacía era increíblemente sensual para ella y viceversa. No podían separarse del cuerpo del otro. Habían empezado a ser adictos entre sí. Se amaban hasta la muerte.
Ella se fue y si bien se moría de ganas por volverlo a ver, se contuvo. Él le escribió: vení.
Y ella fue. Porque lo necesitaba, porque tenía que olerlo, morderle la boca gruesa.
Desde ese día, se ven todos los días. Y cuando se encuentran, se dan un chupón larguísimo y siguen sin parar de chuponear hasta el sillón para coger porque no aguantan verse y no coger. Todo lo que hacen entre medio (comer, mirar películas, sentarse en el balcón) son excusas y mínimos descansos para poder coger de nuevo.
Nunca se preguntan cómo están ni hablan del tiempo ni se desean buen descanso. Se escriben poesías. Se dicen te amo y también obscenidades. Se dicen puto y putita, todo el tiempo.
Cuando se pelean, rompen las cosas. Maldicen haberse conocido, lloran. Se desean la muerte en la cara y por mensajes. Se odian. Y sufren. Sufren cuando están peleados como sufre un perrito cuando su dueña fallece. O como los viejitos cuando quedan viudos. No pueden vivir el uno sin el otro nunca más.
Hay una imagen: la magma de un volcán centroamericano subiendo lentamente para llegar a la cima y convertirse lava. No se predice cuándo erupciona esa viscosidad de rojo fuego, cayendo y bañando la sierra. Terminando con toda la vida a su paso. Los animales corren por la suya. Los pumas y tigrillos, son lo que tienen más suerte porque son los más veloces.
Cuando termina el espectáculo natural, con el frío, se forman obsidianas negras cerca del agua. Un nativo se acerca a la orilla y toma una, luego la afila y crea una flecha para cazar. Esa flecha es entonces su amor.

viernes, 25 de septiembre de 2020

Arce azul

 Ella se deshizo de su brazo, molesta.
-¿Me estás escuchando?
-¿Qué?
-Nada
Dijo ésto y se fue. Se imaginó lo que diría otra persona. Una persona que no existe y que ella siempre soñó con que sí. Apretó los dientes, anidó dolor en los ojos y caminó sin rumbo. Su rostro apuntaba hacia abajo y fue mirando cada surco agrietado de las baldosas. Las fisuras, los orificios. Sintió un golpe en la cabeza y cayó al piso, todo se tornó negro. Luego aparecieron nubes grises y densas de las cuales emergió Jesús y le dijo algo. Desde el piso pudo ver cómo él movía su boca pero no emitía sonidos. Quiso leerle los labios pero no pudo. 

Siempre se quedó con la duda de qué le dijo Jesús.

Salí al fondo de casa, saqué caracoles de las plantas y los fui juntando en un balde viejo. Trepé al muro y ya sentada, los fui tirando uno a uno a las gallinas del vecino, agarrándolos del caparazón. Los vecinos tienen una fábrica de macetas. Es increíble entrar ahí. Hay de todos los tamaños y formas. Hay bien chiquitititas y unas gigantes que salen carísimas. Algunas son esmaltadas pero todas son del mismo color: terracota. Tienen una montaña de barro y al lado el torno. Y hay un horno enorme. Nunca había visto algo así. El fondo de la fábrica da al fondo de mi casa y ahí tienen los animales. Una vez vi cómo mataban a una oveja, la tenían colgada patas para arriba, abierta al medio, chorreando sangre. Esa vez lloré mucho. Y me enojé tanto con Arturo, mi vecino, que no lo saludé por varios días. Pero mi padre me obligó a volverlo a hacerr.

Después de alimentar a las gallinas y ver cómo corrían y casi se sacaban los ojos con sus picos, trepé al pitanguero y arranqué pitangas del árbol. Elegí las calor vino y más carnosas. Me comí un par y escupí los carocitos perfectamente redondos. El resto las exploté en mi pierna y cayeron gotas color sangre hasta el empeine de mi pie. Entré gritando: me corté, me corté. Nadie me escuchó. Me tiré en el piso de la puerta de la cocina para hacerme la desmayada. Estuve horas así, inmóvil, controlando la respiración. Al final mamá me vio y gritó: ”¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa?”. Pero yo no respondo. Mi actuación es magistral. Pero en un momento no contengo la risa y sonrío. Mi madre me da un cachetazo y dice: nunca más me hagas esto. Papá no se acerca.

Mi única conquista es ahora poder despertarme temprano. La humedad me pone muy triste. No sé convivir con ella. Me siento muy sola dentro de mí. No sé si habrá algo más triste que llorar en silencio.
Me iría a un lugar donde nadie pueda encontrarme. Salvo yo misma.

La noche es azul. Ella se pierde en un bosque oscuro. Observa cómo un ciervo es cazado y su cuello derrama sangre. Camina rápido y aprieta los ojos para borrar el recuerdo. Es un lugar lleno de conejitos negros. Son tiernos, pero hay tantos tantos, que la atemorizan un poco. A medida que avanza, el camino tiene una vegetación extraña. Pero ella no se conmueve y en cambio bosteza. Siente que el barro va comiéndole los pies y ve sus zapatos aceitosos. Me pregunto qué estará buscando en un lugar así, a mitad de la noche. Pero si hay algo que no tengo son respuestas. Y creo que ella tampoco. Por eso busca. Creo que quiere abandonar su cruz.
Pudo divisar una bañera que se la comió la tierra y los hongos. Semi enterrada y llena de flores color uva. Pensó que le gustaría morir ahí dentro.
Detrás de un árbol se asomó una mujer de pelo largo. Tenía los ojos como dos charcos grandes y la miró fijo. Se acercó y le entregó una cruz, una muy pesada. Dijo algo que no pudo entenderle y se fue. Parada a la distancia y mirándola fijo, se quitó la máscara. Y cuando la vio, pudo verse a ella misma como en un espejo.
Y se desmayó.

domingo, 5 de julio de 2020

Générique

Nicolás está sentado sobre el inodoro, y ella, desnuda en la bañera, le recita un poema de Hubert Aquin. Él se ríe soberbio y le pregunta qué es lo que está haciendo ella por su país atormentado.
Su rostro se torna confuso y habla desanimada.

-Vagar, emborracharme hasta vomitar. Es siempre lo mismo.

Dice eso y se sumerge en el agua cristalina. Él sale del baño y camina hacia la cocina. Abre la heladera y ve las centollas, atadas de sus patas rojas, moviéndose en el cajón. Las ignora y a cambio toma una botella de vino blanco. Un albariño con destellos dorados. Se dirige hacia el living y divisa la alfombra. Es la piel mullida de un animal muerto que yace sobre el suelo de piedra laja, cerca de la estufa. La pisa y acomoda los leños haciendo que salten diminutas brasas por el aire y también humo blanco. Por el ventanal se puede ver el mar y la espuma contra la arena. Se oye perfecto cómo golpean las olas. Él parece pensar en nada mientras se sirve una copa de vino.

Romina sale del baño vestida con una bata de satén bordó y recorre la casa. La habita, la debate. Y mientras camina, pasa la yema de los dedos por los muebles. En una aparador traza una R sobre el polvo. Se escuchan perros lobos aullando a lo lejos. Corre una cortina y saca la cabeza por la ventana. El frío le entumece el rostro pero no le importa, se queda un rato escuchando lo que quiere imaginar como bramidos de animales salvajes.

Entra al living y lo mira a él sentado en el sillón observando los movimientos del fuego.

- No soy más que un cuerpo. Adentro está vacío – dice ella - estoy lejos de todo y de todos.

Y saca un cigarro de la caja que está sobre una mesa ratona, cerca del fuego. Lo enciende y luego de la primera bocanada de humo que exhala, sigue diciendo:

- Realmente no me importa nada. Siempre hay esta niebla entre el mundo y yo.

Se acerca a él y desata su bata, dejándola caer. Aproxima su cara a la de él y le habla al oído con proximidad de milímetros. El vapor de su boca le entibia la oreja.

-No creo en nada. No tengo ideales.

Él sigue impávido y ella le pone una teta en la boca violentamente, como ahogándolo. Él aprieta suavemente su pezón entre los dientes. Pero ella, brusca, le entierra con fuerza los dedos en las mejillas, logrando abrir su boca para poder escupirle adentro. El hilo de baba cae lento desde su posición erguida hasta los labios. El ambiente huele a almizcle. Él no tarda en incorporarse y la gira con fuerza para que quede de espaldas y poder sentarla sobre su pija y así poder lamerle el cuello y la nuca y todo lo que pueda. Ella le refriega el culo unos minutos pero luego se da vuelta para tomar su rostro tiernamente entre las manos y chuparle la lengua con dulzura. Después se hinca sobre el piso. Diminutas piedras se incrustan en la piel de sus rodillas. Y como pidiendo redención, engulle su miembro hasta atragantarse. Él le corre el flequillo para verla mejor. Romina eleva su rostro y le clava la mirada.

-Es verdad que leo pasajes de un libro que no comprendo.

Admite, y vuelve a cerrar los ojos.