El arroyo Miguelete corta la calle Millán, la atraviesa. Es un agua
sucia, estancada. Un paisaje algo triste. Cruzo el puente todas las
mañanas de camino al trabajo, el piso tiembla como un leve sismo
cuando pasan los ómnibus. Luego me meto por esa callecita que nadie
conoce, pero nunca sin antes observar con ensueño la casa de la
esquina. Es una casa grande sobre un terraplén, chata con tejas y
ladrillos a la vista. Tiene un árbol frondoso en el frente y está
llena de ventanales. Sospecho que por dentro es hermosa. Me gustaría
vivir ahí, suelo pensar cuando la miro con detenimiento.
El camino está
lleno de árboles, pasto verde y de perros que ladran detrás de las
rejas. A mi derecha me va acompañando el arroyo amarronado que
siempre parece tener niebla encima.
Cuando llego saludo
a cada niño. A algunos les doy un abrazo, a otros los beso en la
mejilla o en la frente. Puede que a alguno le frote la cabeza al
paso. O que hagamos un choque los cinco, seguido de un choque de
puños.
Les propongo salir y
así despejar la mente. Unos cuantos se prenden para ir al Prado. Les
digo que pueden llevar botellas cortadas y atadas a un cordón para
pescar en el lago pero sólo con la condición de que antes de irnos
devuelvan los peces al agua.
Jairo tiene doce
años y es más alto que yo. Tiene la tez canela y unos labios
voluptuosos. Su boca siempre segrega mucha saliva, en las comisuras
suele tener baba blanca y seca. Supongo que es por la medicación.
Cuando habla no se le entiende bien lo que dice, hago un esfuerzo por
entender y así no pedirle varias veces que repita. A veces me quedo
sin entender.
Jairo es experto en
tirar piedras. Va, no solo piedras… cualquier cosa. De camino al
Prado encuentra un CD en la calle, lo levanta y lo manda a volar por
el cielo. Pero tan alto, tan alto y tan lejos, que es increíble.
Quedo fascinada admirando la escena. Agarra una piedra y me dice:
-¿Qué te apuesto a
que la tiro para el otro lado del arroyo?
-A ver…
Y va y la tira.
Después de eso intenta impresionarme más y más con diferentes
objetos que arroja a distancias demenciales. Realmente nunca vi algo
así. Lo felicito todas las veces y le digo que sería bueno en
lanzamiento de jabalina. Pero seguramente nadie lo sepa jamás, ni
siquiera él.
Ámbar es rubia y tiene ojos celestes. Sus rasgos faciales que son poco delicados, es de
una belleza exótica. El pelo es casi blanco, grueso y abundante. La
boca es protuberante y carnosa, bien roja, acompaña bien a sus
dientes que son grandes y están separados. Su piel es pálida, casi
transparente como el papel manteca cuando calcás un mapa
hidrográfico de ríos y venas. En el cuello tiene
unas especies de verruguitas marroñes que parecen aplastadas como
manchas.
Ella es
conflictiva, siempre genera problemas donde no los hay y revueltas
donde no es necesario. Tiene la insatisfacción de existir a flor de
piel. Nada la satisface. O si lo hace, es fugaz. Padece la vida.
Sería buena actriz dramática. Me cae bien.
El camino hasta el
Prado no es simple. Suceden eventos: peleas, se detienen en cosas sin
sentido, caminan lento. Se descompensan, quieren volver,
le tiran piedras a la gente.
Cuando estamos allá,
quieren meterse en el lago. Entran infinitas veces al baño, uno de
esos verdes antiguos y de metal con puerta giratoria. Se encierran,
corren, gritan.
La estadía se
configura caótica y mi “Adiós Diomedes” debe seguir durmiendo
en la mochila. A veces soy ilusa. Creer que iba a poder leer tendida
en el pasto mientras ellos jugaban. Me río de mí.
No todo es desorden
y suceden cosas lindas. Me cuentan historias graciosas. Me preguntan
qué animal sería y tengo que elegir tres: uno de la tierra, otro del
agua y otro del aire. De fuego no. Porque ya se sabe que sólo existe
el dragón.
Llega la hora de
volver. Están los que se niegan y los que hace rato me taladran al
oído que se quieren ir, que es un embole estar ahí.
Le digo a Jairo que
devuelva los peces al lago como habíamos quedado. Se rehúsa. Se
quiere llevar mil peces metidos en una botella de coca coca de litro
y medio. Los peces están todos apretados, sin movilidad alguna. Le
digo que no los puede llevar, que se van a morir. Él alega que va
cuidarlos dándoles pan. Le explico que no, que no comen pan, que
comen cositas de la profundidad del lago y que necesitan quedarse
ahí, en su hábitat natural. Que no pueden estar encerrados. Porque
es horrible estar encerrado.
Me mira con odio. Y
me dice, un poco tartamudeando:
-Y si a nosotros
ustedes nos tienen encerrados. Nos tienen presos, nos tienen.
Pienso en decirle
que no es así pero sin embargo no digo nada. Le repito que los tire
al agua o no nos vamos.
En el camino Ámbar
se tira al piso en la oscuridad y empieza a gritar. El pasto está
lleno de mosquitos. Pasa algo y no sabemos qué es. Llora y abraza a
su hermano pequeño, haciendo que él también se descompense.
Otra niña, Serena,
me dice enojada que por culpa de Ámbar, siempre pasa algo. Que
tenemos que seguirle todos sus viajes.
Le pido comprensión.
-Ella tiene
problemas- le digo.
-Problemas tengo yo.
A mí me violó mi hermanastro y no me quejo.
No termina de decir
la frase que se quiebra y llora. La abrazo fuerte y le aprieto con mi mano su espalda transpirada. Le digo que ahora está a
salvo. Que va a estar todo bien.
-Siento culpa. La
culpa no se me va. Mi madre nunca más me vino a ver. No tengo a
nadie. ¿Qué voy a hacer? ¡No tengo a nadie!
No sé qué decirle.
Siento que si le digo que ese dolor en el pecho se le va a ir, le
miento. Que si le digo que no está sola en este mundo de mierda, le
miento. Todas las posibilidades que se me ocurren son mentira.
Todo va disipándose
de a poco y volvemos caminando, cada uno en diferente sintonía.
Llegamos.
Entran corriendo por
la puerta, chocándose los unos a los otros.
Jairo se dirige directo al
cuarto y apoya la botella atiborrada de peces sobre la ventana de su
cuarto.