viernes, 25 de septiembre de 2020

Arce azul

 Ella se deshizo de su brazo, molesta.
-¿Me estás escuchando?
-¿Qué?
-Nada
Dijo ésto y se fue. Se imaginó lo que diría otra persona. Una persona que no existe y que ella siempre soñó con que sí. Apretó los dientes, anidó dolor en los ojos y caminó sin rumbo. Su rostro apuntaba hacia abajo y fue mirando cada surco agrietado de las baldosas. Las fisuras, los orificios. Sintió un golpe en la cabeza y cayó al piso, todo se tornó negro. Luego aparecieron nubes grises y densas de las cuales emergió Jesús y le dijo algo. Desde el piso pudo ver cómo él movía su boca pero no emitía sonidos. Quiso leerle los labios pero no pudo. 

Siempre se quedó con la duda de qué le dijo Jesús.

Salí al fondo de casa, saqué caracoles de las plantas y los fui juntando en un balde viejo. Trepé al muro y ya sentada, los fui tirando uno a uno a las gallinas del vecino, agarrándolos del caparazón. Los vecinos tienen una fábrica de macetas. Es increíble entrar ahí. Hay de todos los tamaños y formas. Hay bien chiquitititas y unas gigantes que salen carísimas. Algunas son esmaltadas pero todas son del mismo color: terracota. Tienen una montaña de barro y al lado el torno. Y hay un horno enorme. Nunca había visto algo así. El fondo de la fábrica da al fondo de mi casa y ahí tienen los animales. Una vez vi cómo mataban a una oveja, la tenían colgada patas para arriba, abierta al medio, chorreando sangre. Esa vez lloré mucho. Y me enojé tanto con Arturo, mi vecino, que no lo saludé por varios días. Pero mi padre me obligó a volverlo a hacerr.

Después de alimentar a las gallinas y ver cómo corrían y casi se sacaban los ojos con sus picos, trepé al pitanguero y arranqué pitangas del árbol. Elegí las calor vino y más carnosas. Me comí un par y escupí los carocitos perfectamente redondos. El resto las exploté en mi pierna y cayeron gotas color sangre hasta el empeine de mi pie. Entré gritando: me corté, me corté. Nadie me escuchó. Me tiré en el piso de la puerta de la cocina para hacerme la desmayada. Estuve horas así, inmóvil, controlando la respiración. Al final mamá me vio y gritó: ”¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa?”. Pero yo no respondo. Mi actuación es magistral. Pero en un momento no contengo la risa y sonrío. Mi madre me da un cachetazo y dice: nunca más me hagas esto. Papá no se acerca.

Mi única conquista es ahora poder despertarme temprano. La humedad me pone muy triste. No sé convivir con ella. Me siento muy sola dentro de mí. No sé si habrá algo más triste que llorar en silencio.
Me iría a un lugar donde nadie pueda encontrarme. Salvo yo misma.

La noche es azul. Ella se pierde en un bosque oscuro. Observa cómo un ciervo es cazado y su cuello derrama sangre. Camina rápido y aprieta los ojos para borrar el recuerdo. Es un lugar lleno de conejitos negros. Son tiernos, pero hay tantos tantos, que la atemorizan un poco. A medida que avanza, el camino tiene una vegetación extraña. Pero ella no se conmueve y en cambio bosteza. Siente que el barro va comiéndole los pies y ve sus zapatos aceitosos. Me pregunto qué estará buscando en un lugar así, a mitad de la noche. Pero si hay algo que no tengo son respuestas. Y creo que ella tampoco. Por eso busca. Creo que quiere abandonar su cruz.
Pudo divisar una bañera que se la comió la tierra y los hongos. Semi enterrada y llena de flores color uva. Pensó que le gustaría morir ahí dentro.
Detrás de un árbol se asomó una mujer de pelo largo. Tenía los ojos como dos charcos grandes y la miró fijo. Se acercó y le entregó una cruz, una muy pesada. Dijo algo que no pudo entenderle y se fue. Parada a la distancia y mirándola fijo, se quitó la máscara. Y cuando la vio, pudo verse a ella misma como en un espejo.
Y se desmayó.