lunes, 17 de febrero de 2014

Old school

Cuando era niña, mis primeros dos años de enseñanza formal los hice en una escuela de esas que llaman de contexto crítico donde mi madre era maestra. La escuela estaba rodeada de asentamientos y casas humildes. Calles de tierra sin saneamiento.

Ella siempre trabajó en escuelas públicas. Detestaba los colegios y lo justificaba afirmando que los alumnos no solían ser buenas personas, y que en general, a las maestras las trataban como a empleadas. No voy a emitir opinión.

Fui a esa escuela por un tema de practicidad. Íbamos en bicicleta, a pesar de no quedar cerca de nuestra casa. En el primer año mi madre me llevaba en una tablita muy cómoda pero en el segundo, yo ya tenía bicicleta propia, una Graciela azul de varón. A veces pasaba que a la de ella, algún alumno le pinchaba la rueda y nos teníamos que volver caminando. Un fastidio. 
No tengo muchas reminiscencias de esos tiempos. Supongo es fruto de que en esa época sufrí bastante -pero por cosas que nada tenían que ver con la escuela- lo bastante como para borrar buenos recuerdos en el intento de apagar memorias tristes.

Sin embargo, hay cosas que no olvido. No olvido aquellas botellitas de Tabasco rojo con las que jugábamos en el recreo. Picaban la lengua. Ni los cuadraditos de manteca de maní que eran tan ricos y jamás volví a comer. En el comedor los regalaban. Eran cosas que habían mandado de EE.UU. Una suerte de sobras de lo que enviaban a los soldados en la Guerra del Golfo.
Ser hija de maestra fue algo que siempre odié. La acusación más común de tus compañeros era: “tu madre te hace los deberes” o “tenés sobresaliente porque sos la hija de la maestra”. Pero lo que más me molestaba era cuando, en vez de llamarme por mi nombre, me llamaban: “la hija de la maestra”. Qué rabia.
También recuerdo que solía enamorarme de los rebeldes; los repetidores, tez café con leche, empeines de gato en la cara, cicatrices por doquier, piojosos, túnica sucia sin moña, manos negras, peleadores natos, revoltosos. Esos a los que solían encasillar como a los peores de la clase, esos, eran mi perdición. Su maldad me inspiraba inmensa ternura.

El tercer año me cambié para una escuela que quedaba en el barrio Piria pero mi madre siguió en la misma. Me convertí en la nueva. Eso tiene cosas buenas y cosas malas. Aunque para mí, lo importante era que había dejado de ser la hija de la maestra. Ahora los méritos eran sólo míos y me encantaba. Y hacía lo que quería, no andaba mi madre la maestra merodeando en los recreos. Era libre.

La mayoría vivía en el barrio, yo vivía algo más lejos y tomaba dos ómnibus porque uno directo no existía (ni existe al día de hoy). Tercer y cuarto año, me llevó y trajo mi abuelo. Él no pagaba boleto por haber trabajado en Cutsa y les hacía el favor a mis padres. Viejo gallego borracho, siempre se equivocaba y me llamaba por el nombre de mi madre. Eso daba lugar a burlas por parte de mis compañeros. Pero yo también reía.

Tengo claritos los momentos en la parada de ómnibus. Un volcán lúdico: todos juntos gritando, peleando, riendo, colgándose de todo, corriendo, atropellándose para tomar el 151 y viajar tres cuadras.

Y después… nada. Todo enmudecía de repente.


Hoy encuentro mis diarios, por eso escribo.

27 de mayo de 1996
El oso me pidio arreglo estoy en 3ºA conteste no.

31 de mayo 1996
Me gusta Nelson y Gonzalo

17 de junio 1996
No me gusta mas gonzalo porque esta enamorado de daiana machado me vuelve loca Nelson.

24 de octubre de 1996
Querido diario hoy llobio y vino la maestra suplente Mirta. Yo lleve paraguas. Yo dije que hacia equilibrio con el paraguas y Nelson dijo que tambien y se lo preste a el paraguas pero despues no y epezamos a sinchar el paraguas. Daiana Machado dijo los que se pelean se aman y no sinchamos mas.

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