Cuando
era niña, mis primeros dos años de enseñanza formal los hice en
una escuela de esas que llaman de contexto
crítico donde
mi madre era maestra. La escuela estaba rodeada de asentamientos y
casas humildes. Calles de tierra sin saneamiento.
Ella siempre trabajó en escuelas públicas. Detestaba los colegios
y lo justificaba afirmando que los alumnos no solían ser buenas
personas, y que en general, a las maestras las trataban como a
empleadas. No voy a emitir opinión.
Fui
a esa escuela por un tema de practicidad. Íbamos en bicicleta, a
pesar de no quedar cerca de nuestra casa. En el primer año mi madre me
llevaba en una tablita muy cómoda pero en el segundo, yo ya tenía
bicicleta propia, una Graciela
azul de varón. A veces pasaba que a la de ella, algún alumno le
pinchaba la rueda y nos teníamos que volver caminando. Un fastidio.
No tengo muchas reminiscencias de esos tiempos. Supongo es fruto de que en esa época sufrí bastante -pero por cosas que nada tenían que ver con la escuela- lo bastante como para borrar buenos recuerdos en el intento de apagar memorias tristes.
No tengo muchas reminiscencias de esos tiempos. Supongo es fruto de que en esa época sufrí bastante -pero por cosas que nada tenían que ver con la escuela- lo bastante como para borrar buenos recuerdos en el intento de apagar memorias tristes.
Sin
embargo, hay cosas que no olvido. No olvido aquellas botellitas de
Tabasco
rojo con las que jugábamos en el recreo. Picaban la lengua. Ni los
cuadraditos de manteca de maní que eran tan ricos y jamás volví a
comer. En el comedor los regalaban. Eran cosas que habían mandado de
EE.UU. Una suerte de sobras de lo que enviaban a los soldados en la
Guerra del Golfo.
Ser
hija de maestra fue algo que siempre odié. La acusación más común
de tus compañeros era: “tu madre te hace los deberes” o “tenés
sobresaliente porque sos la hija de la maestra”. Pero lo que más
me molestaba era cuando, en vez de llamarme por mi nombre, me
llamaban: “la hija de la maestra”. Qué rabia.
También
recuerdo que solía enamorarme de los rebeldes; los repetidores, tez
café con leche, empeines de gato en la cara, cicatrices por doquier,
piojosos, túnica sucia sin moña, manos negras, peleadores natos,
revoltosos. Esos a los que solían encasillar como a los peores de la
clase, esos, eran mi perdición. Su maldad me inspiraba inmensa
ternura.
El tercer año me cambié para una escuela que quedaba en el barrio Piria pero mi madre siguió en la misma. Me convertí en la
nueva. Eso tiene cosas buenas y cosas malas. Aunque para mí, lo
importante era que había dejado de ser la hija de la maestra. Ahora
los méritos eran sólo míos y me encantaba. Y hacía lo que quería,
no andaba mi madre la maestra merodeando en los recreos. Era libre.
La
mayoría vivía en el barrio, yo vivía algo más lejos y tomaba dos
ómnibus porque uno directo no existía (ni existe al día de hoy).
Tercer y cuarto año, me llevó y trajo mi abuelo. Él no pagaba
boleto por haber trabajado en Cutsa
y les hacía el favor a mis padres. Viejo gallego borracho, siempre
se equivocaba y me llamaba por el nombre de mi madre. Eso daba lugar
a burlas por parte de mis compañeros. Pero yo también reía.
Tengo
claritos los momentos en la parada de ómnibus. Un volcán lúdico:
todos juntos gritando, peleando, riendo, colgándose de todo,
corriendo, atropellándose para tomar el 151 y viajar tres cuadras.
Y después… nada. Todo enmudecía de repente.
Hoy encuentro mis diarios, por eso escribo.
27
de mayo de 1996
El
oso me pidio arreglo estoy en 3ºA conteste no.
31
de mayo 1996
Me
gusta Nelson y Gonzalo
17
de junio 1996
No
me gusta mas gonzalo porque esta enamorado de daiana machado me
vuelve loca Nelson.
24
de octubre de 1996
Querido
diario hoy llobio y vino la maestra suplente Mirta. Yo lleve
paraguas. Yo dije que hacia equilibrio con el paraguas y Nelson dijo
que tambien y se lo preste a el paraguas pero despues no y epezamos
a sinchar el paraguas. Daiana Machado dijo los que se pelean se aman
y no sinchamos mas.
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