Están
los que arrastran todavía los trapos de la noche y no saben qué
hacer con esa boca que escupe luz sobre todo lo gris, que se abre
paso entre los muñones de los edificios. Están los que recién
abren los ojos, y emergen como zombies domesticados al fluir sucio de
las venas de la ciudad, a la procesión de hormigas metálicas que
defecan humo y los maniquíes que andan como manadas sin orden,
acudiendo al matadero de un lunes eterno y pesado.
Están los que siguen buscando cobijo en el útero de la mente, en el cigarro que se diluye como tiempo, en la brasa pálida entre piernas pagadas, en la sombra que avanza por la pared vieja, esa sombra que se llama soledad y que viene sin que nadie la extrañe.
Están las últimas putas que ofrecen los restos de su humedad y su carne manoseada. Su utilería de cartón pintado causa lástima ante el amanecer que todo lo ensucia con su luz ciega e insistente. La pintura corrida, las piernas varicosas, la peluca como de paja, la ropa demasiado chillona y el perfume demasiado dulzón para un lunes de mañana.
Están los que piensan que son parte de una maquinaria perfecta y que el Dios más puro está en una pantalla, o metido en el alma de los objetos que predican como totems los pastores de la nada a pura cuota.
Está el viento que araña los rostros sin rostro y se mete entre las grietas invisibles y hace temblar las cosas desde adentro. Está este olor a flores que se pudren bajo las botas del pavimento, están los edificios viejos transcurriendo su muerte sin final, habitados por voces que nadie puede oír.
Están los vendedores de orgasmos simulados, de flores sintéticas, de alas de plástico, de caretas luminosas y de dioses con fecha de vencimiento. Están los que no saben que van a morirse y viven como si fueran marionetas movidas por un imbécil.
Están los que compran recuerdos prefabricados y se mienten ante un espejo virtual, y maquillan el alma para sentirse humanos, y exorcizan el bosque de sus sueños con mantras inventados por asesores de marketing.
Están los que corren gustosos hacia esa boca que les traga la mente y el dinero, para comprar lobotomías pixeladas.
Están los asesinos de los niños que fuimos, que cambian caramelos por corbatas. Están aquellos que buscan su sombra en las paredes, para saber que están y para tener una mortaja que los proteja del frío del último reloj. Están los que buscan un dios que les coma las venas desde adentro, que los escupa y que los mate, pero que no los deje solos. Están los que están sin saber porqué están.
Están los que buscan la caricia del veneno, la tibieza del herrumbre, el acunar de la cornisa y el abrazo de un vientre de baldosas allá abajo.
Están mis manos, que a veces no saben no morirse, a menos que encuentren tu espalda en la noche. Están mis ojos, que no saben nacerse sino encuentran la cueva de tus ojos, para dormirse sin miedo a las fauces del silencio.
Estamos nosotros, que nos comemos nuestras risas como si fueran frutas dulces, que nos dejamos chorrear besos por los labios, que nos llenamos el vientre de gaviotas y tenemos entre los cuerpos esta rosa oscura que palpita, oscura y agrietada, pero nuestra.
Están los que siguen buscando cobijo en el útero de la mente, en el cigarro que se diluye como tiempo, en la brasa pálida entre piernas pagadas, en la sombra que avanza por la pared vieja, esa sombra que se llama soledad y que viene sin que nadie la extrañe.
Están las últimas putas que ofrecen los restos de su humedad y su carne manoseada. Su utilería de cartón pintado causa lástima ante el amanecer que todo lo ensucia con su luz ciega e insistente. La pintura corrida, las piernas varicosas, la peluca como de paja, la ropa demasiado chillona y el perfume demasiado dulzón para un lunes de mañana.
Están los que piensan que son parte de una maquinaria perfecta y que el Dios más puro está en una pantalla, o metido en el alma de los objetos que predican como totems los pastores de la nada a pura cuota.
Está el viento que araña los rostros sin rostro y se mete entre las grietas invisibles y hace temblar las cosas desde adentro. Está este olor a flores que se pudren bajo las botas del pavimento, están los edificios viejos transcurriendo su muerte sin final, habitados por voces que nadie puede oír.
Están los vendedores de orgasmos simulados, de flores sintéticas, de alas de plástico, de caretas luminosas y de dioses con fecha de vencimiento. Están los que no saben que van a morirse y viven como si fueran marionetas movidas por un imbécil.
Están los que compran recuerdos prefabricados y se mienten ante un espejo virtual, y maquillan el alma para sentirse humanos, y exorcizan el bosque de sus sueños con mantras inventados por asesores de marketing.
Están los que corren gustosos hacia esa boca que les traga la mente y el dinero, para comprar lobotomías pixeladas.
Están los asesinos de los niños que fuimos, que cambian caramelos por corbatas. Están aquellos que buscan su sombra en las paredes, para saber que están y para tener una mortaja que los proteja del frío del último reloj. Están los que buscan un dios que les coma las venas desde adentro, que los escupa y que los mate, pero que no los deje solos. Están los que están sin saber porqué están.
Están los que buscan la caricia del veneno, la tibieza del herrumbre, el acunar de la cornisa y el abrazo de un vientre de baldosas allá abajo.
Están mis manos, que a veces no saben no morirse, a menos que encuentren tu espalda en la noche. Están mis ojos, que no saben nacerse sino encuentran la cueva de tus ojos, para dormirse sin miedo a las fauces del silencio.
Estamos nosotros, que nos comemos nuestras risas como si fueran frutas dulces, que nos dejamos chorrear besos por los labios, que nos llenamos el vientre de gaviotas y tenemos entre los cuerpos esta rosa oscura que palpita, oscura y agrietada, pero nuestra.
C. A.
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