domingo, 11 de julio de 2021

Noches de verano

Esa noche nos acostamos pensando que al otro día iríamos a la playa. Y a la mañana siguiente, nos levantamos temprano y de buen humor, así que definitivamente decidimos hacerlo. Estábamos contentos de poder realizar una actividad sana y al sol. Y no lo mismo de siempre: noche y oscuridad.

Nos pusimos gorros de visera, hicimos un mate con jengibre y salimos camino a la Turiferia. Tomamos dos ómnibus y fuimos todo el camino hablando, mientras tomábamos mate con el cuidado de no quemarnos ni de enterrarnos la bombilla en el paladar.


Divisamos el mar y buscamos un camino para bajar, la arena todavía estaba fría. Nos sentamos cerquita del agua, sobre una toalla estropeada. Un rato más tarde, cuando arrancó a picar el sol, nos dimos cuenta que nos habíamos olvidado del protector solar. Los dos blancos papa, llenos de lunares y con caras de murciélagos, frente al primer día de playa del año. Pero no nos importó, nada iba a arruinar nuestra mañana playera. 

Llevamos Cerdos y Peces para leerla juntos, turnando la lectura en voz alta. Tomamos mate frío, comimos galletas con arena y nos dimos chupones de agua salada. Nos reímos y fuimos mimosos como cachorros recién abandonados pero aún tibios.


Apenas pasado el mediodía, el sol rajaba la tierra, por lo que decidimos volver a casa. De camino, la piel se tornaba más tirante. Cuando llegamos, nos hicimos unos sánguches olímpicos, cogimos y dormimos una siesta. Para cuando nos despertamos, ya éramos unos verdaderos camarones de la isla. Él salió de ducharse y tenía la espalda en carne viva. -Tomatito, un poroto- le dije riendo. Pero después miré mi pecho al borde de ampollarse y no me pareció tan gracioso.


A la noche, después de hacerle la cabeza, lo convencí de ir a comer sushi a un lugar en la Ciudad Vieja. Tomamos vino blanco y salimos con todo el furor de seguir la noche. Queríamos hacer algo divertido. Compramos una cerveza y la fuimos tomando por 18 de julio. Nos sentíamos un poco extraños, sospeché que podríamos estar insolados. También estábamos borrachos. 

Propuse ir a jugar un pool al Clash y eso desató un drama. Porque según él, si íbamos al Clash no íbamos a terminar bien. Que yo lo llevaba a la perdición, cuando lo que él necesitaba era alguien que lo llevase por camino del bien. Me pareció lo más ridículo que podía escuchar, no sólo porque no era cierto, sino porque era él quien no paraba de cagarme la vida a cada instante desde que lo conocí. 

Discutimos, nos gritamos, él rompió el envase de cerveza contra una pared y yo le dije que era un salame porque acabábamos de perder $13 por sus llamados de atención. Me quise ir, me fue a buscar, nos abrazamos. Me dijo que en realidad yo le hacía bien. Y yo le dije que en realidad no me había cagado tanto la vida.

Teníamos fiebre. La piel nos hervía. Y no tuvimos mejor idea, que una noche calurosa, meternos en un boliche con un área subterránea y bailable. Compramos una lata de cerveza y ahora sólo nos quedaban $100. La tomamos parados y muertos de calor en una esquina, viendo cómo la gente era un enjambre transpirado. Enseguida identificamos a un idiota que bailaba moviendo el culo y que tenía una billetera gorda saliéndosele del bolsillo. Nos brillaron los ojos al mismo tiempo. Tenía las caderas de Shakira y la billetera de Bill Gates pero nunca se le caía, así que armamos un plan para robársela: fingiendo bailar, lo apretujaríamos para sacársela rápidamente. Tomaríamos unos billetes y la tiraríamos al piso para que pensara que se le cayó. Un plan perfecto. 

Cuando lo llevamos a la práctica y le bailamos cerca, él se daba vuelta y nos bailaba con su mayor cara de imbécil. Fue un fracaso, la realidad es que ninguno tenía la habilidad punguística de pellizcar un bolsillo, ni jamás la iba a tener. Así que desistimos de la idea y comenzamos con un nuevo deseo que era conseguir a alguien para hacer un trío. Además, esa persona podría tener plata y eso nos permitiría seguir tomando cerveza. La idea surgió porque una mina nos bailaba cerquita y ponía caras. Cuando la gente nos rozaba, la piel nos ardía. Sentíamos como si nos pasaran encendedores prendidos por el cuerpo. Bailamos un poco con ella pero a mí se me ocurrió que mejor sería un trío con un hombre. Así que le dije que no le diéramos más bola, lo agarré de la mano y nos fuimos cerca de la barra. Mi idea no fue muy bienvenida pero no importó, él se quedó acodado en la barra mientras yo bailaba con uno. Me acerqué para preguntarle si ese le gustaba y me dijo que no, que no era puto. Cambió de tema y me pidió que mirara un billete de $200 saliendo de la lata de propinas de la barra. Le dije que era un cheto de mierda, que el pibe estaba laburando. También le dije que me daba asco y que me iba, porque además me tenía aburrida. Crucé el vaho del boliche con determinación y por dentro lloraba porque la piel ya no me ardía, me dolía. Subí las escaleras y caminé bien rápido. El venía detrás gritando mi nombre muy fuerte. Lo esperé una cuadra después y le dije: 

-¿Qué querés? 

- Tomemos una última cerveza con la plata que nos queda y vamos caminando hasta casa

- Bueno

Caminamos y cuando él entró al 24, fui hasta la esquina y me tomé un taxi. No tenía plata pero sabía que en casa tenía un tarro lleno de monedas. Entré, le pagué con mil monedas y cerré la puerta. A los cinco minutos, me tiraban la puerta abajo. Era él, en otro taxi. Entró y dio vuelta mi frasco de monedas sobre el modular. Le dije algo y me dijo que me callara. Desde la puerta me dijo "hija de puta" y me tiró una botella. Cuando miro al suelo, era una botella de cerveza llena, sin abrir y seguía intacta. No podía creerlo. Me la tiró a matar. Sin pensarlo, la levanté del piso y desde la puerta le dije "gordo puto" y se la tiré por la cabeza. Le pegó en el cuerpo y explotó en la vereda. La taxista contaba las monedas apurada. Tranqué la puerta y no le volví a abrir. Me lloró que le abriera, que había perdido la llave. Así estuvo hasta que se cansó. No le creí. Pero después, desde mi ventana, vi que era cierto. Gritaba que le ardía todo, mientras se acostaba en el piso del patio, en posición fetal.

Me acosté en mi cama e intenté dormir pero no podía, las sábanas me quemaban la espalda. Al rato me levanté, fui a la ventana y lo observé. Estaba todo arrollado como un perro que se echa sobre el mármol. Entré al baño y cuando salí, volví a mirarlo y me quedé pensando unos minutos con la cara apoyada sobre el mosquitero. Cerré los ojos un instante y al abrirlos dije en voz alta:

- Juan, vení.


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