viernes, 2 de enero de 2015

La elegancia que pierden mis amigos cuando toman cocaína

Entró suavemente, pidiendo permiso a las rutinas asegurándoles que no las íba a molestar, prometiendo intensidad pero sin quebrar los delicados hilos que unen las tareas, sentimientos y vínculos.
Así empezaron tomando un gramito cada dos o tres días, o el de fin de semana y después fueron un par de saques muchas veces por día.
Los baños promiscuos del cuerpo, donde antes se franeleaba o se sobaba ahora son promiscuos sólo de nariz y las fiesta suceden alrededor de la mesa donde el puntero lo está picando.
Las gatitas ya no te miran a los ojos para embrujarte el alma, sino que observan ansiosamente tus manos que salen del bolsillo. No te guiñan el ojo, te hacen una seña con la nariz.
El empezó tomando para trabajar más o mejor, para ser más eficaz o más creativo y hoy sólo trabaja para tomar.
En el recital, casi  ni escucha a la banda ni le mira el culo a las nenas, busca un diler que no se la corte demasiado.
No llama al amigo para ver cómo está, sino para ver si sabe de algo. Se pone a hablar como un epiléptico, como un tarado. Se chorrea la anécdota y te llena las orejas de esa basura sin música. Y al otro día otra vez, y al día siguiente lo mismo. Fisurado, se queda cuando debe irse, y no mantiene su olor a tigre. 
No hay música, ni fiesta, ni sexo, ni amor, hay esa horrible sensación de que el pelpa se está acabando. (Maldición, qué hermoso día). Algún plan debe haber, alguna siniestra combinación entre traficantes, movimientos de las estrellas, policías e intenciones que avanzan desde el futuro para que esa deliciosa peste se haya apoderado de tu nariz. Ni por moral, ni por miedo, ni por salud. Por pura elegancia, dejaremos de visitar el restaurant inca. Ya sabés, no llamés para invitarme.
                                                               
Julián Meyer
Cerdos & Peces  Nº 46· 1992

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