Él
trabajaba en una fábrica de pistones, cerca de casa. A unas cuadras,
precisamente. E iba todos los días en bicicleta aunque lloviera. Si
llovía se ponía un pilot amarillo y listo, iba igual. Su bicicleta
era una de esas Graciella antiguas, toda herrumbrada y
despintada. De esas que no podés distinguir de qué color son, ni
sospechar de cuál fueron alguna vez.
A
la hora del almuerzo, si pasábamos con mis amigas por la puerta de
la fábrica, los obreros nos gritaban cosas. Y yo paraba a propósito
y preguntaba por mi padre, para que ellos se sintieran incómodos y
me pidieran disculpas. Mi padre reía y les decía que no se hagan
los locos, que éramos adolescentes. Que él tenía un arma y sabía
cómo usarla.
Papá
me acuerdo que iba con un mameluco azul, empercudido de grasa. Y
usaba una barba al estilo revolucionario. Una barba azabache,
mullida, trepándole la cara. Neegra, neegra. Casi azul. Porque él
nunca tuvo canas, nunca nunca. Ni una. Dice que no tiene canas porque
hizo un pacto de juventud con el diablo. Pero nadie le cree.
Desde
que nací que tuvo esa barba. Y jamás, en trece años, lo había
visto afeitarse. Ni una vez. No conocía su cara sin barba. En todas
las fotos tiene barba. Para mí él había nacido con barba, su cara
era con barba. Mi padre, el barbudo.
Pero
cuando pasó lo de la fábrica, que lo despidieron, él estuvo muy
triste, preocupado. Los ojos se le llenaron de bolsas, de ojeras, de
bronca. No dormía. Decía que no sabía cómo iba a hacer porque su
oficio había dejado de existir, que ahora las máquinas y los
programas de computadora, lo hacían todo. Y yo también me
preocupaba pero no se lo decía. Pensaba que nos íbamos a morir de
hambre. Pero mi padre siempre decía que comer, íbamos a comer. Que
morirnos de hambre, nunca. Que él igual salía a robar, que mataba a
alguien, que no le importaba nada.
Mi
padre siempre me hizo sentir segura: sentir que si él estaba a mi
lado, nada malo iba a pasarme. Como si fuera Dios. A veces, de
madrugada escuchaba un programa de radio que contaban historias de
terror y no me podía dormir. Me venía un miedo inmenso y empezaba a
ver espíritus. Fantaseaba con fantasmas. Y cuando no, simplemente
pensaba secretos que guardaba y sentía culpa, culpa de todo. Como si
mi conciencia me culpara, y ahí, parecía que me iba a morir. Pero
en el fondo, yo sabía que mi padre siempre iba a protegerme de todo.
De todo. Que me iba a salvar, de quien fuera, donde fuera. Hasta de
mi conciencia.
Un
día volví del liceo y en mi casa había otro hombre. No entendía.
No era mi padre pero se parecía. Hacía todo lo que él hacía. Lo
quedé mirando fijo. -¿Papá?
Parecía
un extraño. Le creía pero no. Como si me estuviese mintiendo. No
podía dejar de mirarlo. Observaba sus gestos… eran los mismos.
Pero esa cara, esa cara era otra. No lo podía aceptar. Ése no era
mi padre. Paranoiqueaba. Así estuve días, sin creerlo. Dudando.
Imaginado que me engañaban, que me lo habían cambiado los
extraterrestres.
Hasta
que un día lo acepté, naturalicé su rostro nuevo. Racionalicé.
Entendí que se había afeitado porque de otra forma, no conseguiría
un nuevo trabajo.
Y
desde aquella vez, nunca más volvió a dejarse la barba. A lo sumo
se dejaba una sombra y cuando lo saludaba con un beso, le decía:
“pinchás, parecés una lija”. Y él retrucaba: “yo soy un
hombre. Me afeito y a las horas me crece tremendos cardos. ¿Qué te
creés? ¿Que soy como esos trolos que andás vos? Yo soy un hombre.”
Hace
poco fui a Maroñas y pasé por la fábrica donde él antes
trabajada. Había un cartel enorme que decía: “Depósito de
fierros”. Me asombró y me detuve. En la puerta había montañas de
metal y me invadió un sentimiento triste. Me asaltaron los
recuerdos. Recordé a los obreros en el descanso, todos vestidos de
azul, sentados en un murito, fumando y cargándose a todas las
mujeres que pasaran. Riéndose. La fábrica en movimiento, los
colores. El ruido. Papá volviendo de trabajar con la cara llena de
grasa, la barba y las manos sucias.
Ahora
la fábrica no era fábrica. Y estaba tan gris, tan desolada, muda.
Muerta.
-¡Hija
de puta, te robaste la barba de mi padre! –grité, de ojos
vidriosos.
Quedé
inmóvil mirando cómo el gargajo chorreaba el portón. Cómo
resbalaba lento, separándose en saliva y flema. Dividiéndose en
colores, tonalidades: transparente y amarillo, verde. El dibujo
brilloso que dejaba como un camino en el hierro, parecido al rastro
de una babosa o un caracol. Pasó un rato. Seguí observando. Y
podría haberme quedado hasta el final. Hasta que se seque, se
desintegre. Hasta que sea nada. Ni siquiera un recuerdo.
Pero
no. Me restregué los ojos y seguí caminando.
escupila a merkel y al fmi. escupí a los bancos y a todos los hijos de puta que se consumen todo
ResponderEliminarpara bañar sus penes pequeños en costosas cremas y costosas putas
escupilos
escupilas
y mejor matalos porque vienen por todo
Esta vez, por fin, te va a gustar!
ResponderEliminarDicen que a ese tipo de cambios hay que llamarlos "progreso". Que, no por casualidad, a veces es sinónimo de destrucción, entre otras cosas.
ResponderEliminarSaludos
J.
¡Ah, qué lindo texto! Bello y con gustito triste, como muchos de los tuyos. Me encanta.
ResponderEliminarMi viejo también tuvo barba, o al menos bigote, toda su vida. O casi. También un día se afeitó todo y yo, que era un niño, le veía la cara rarísima. ¡Le veía los labios muy gruesos! Jajaja.
Qué feo el progreso, ¿no? Los robots no tienen barba.
Escribís muy lindo, la verdad. Está buenazo darse una vuelta por acá.
ResponderEliminarGracias.