viernes, 2 de agosto de 2024

El retorno

La calle aún es de tierra y no hay saneamiento. Estamos jugando a las escondidas y la pica se hace en el frente de la casa de Eliana. La mayoría nos escondemos entre los árboles, arbustos y recovecos que hay en el terreno inmenso de la casa del Ale. En una corro tan rápido que aterrizo por la calle de pedregullo, me queda la pera raspada y tajeada, me arde. Me voy a lavar y sigo jugando. Eliana, ambiciosa por hacer un pica por todos los compas, se estrella contra la pared. Se da la cabeza contra el muro casi en posición horizontal. Se rompe el cráneo y le empieza a sangrar la boca, queda desmayada y pensamos que va a morir. Sale el padre, dice que no podemos jugar así y se la lleva para adentro. Dejamos de jugar.

 

Empiezo a andar en bicicleta, mi padre me saca una ruedita y en el pequeño patio de mi casa, ando en círculos y me caigo continuamente. Papá me saca las dos rueditas y me sostiene en la calle agarrando el asiento. Tomo velocidad y equilibrio. Cuando miro hacia atrás, él ya no está. Me caigo y me raspo las rodillas. Le digo que todo es por su culpa.

 

Me tiro en bicicleta por la bajada de Arturo, el dueño de la fábrica de macetas. Pierdo el control y caigo estrellada en la canaleta de mi casa, llena de agua podrida. Lloro. La vecina se ríe sin disimulo a carcajadas.

 

Mariano Arana nos hace la calle. Así dicen los vecinos. Pero seguimos sin saneamiento. 

Tengo ocho años, voy a la almacén de Fernando, a la vuelta de casa. Compro un cigarro. Lo fumo en el baño de casa. Mi madre siente el olor inmediatamente porque en mi casa nadie fuma y me grita enfurecida que qué estoy haciendo. Se indigna que Fernando le haya vendido un cigarro a una niña. 

Me pregunto por qué lo fumé en el baño y no en la esquina u otro lado. Mi psicoanalista dice que quise mostrarle a mis padres que podía hacer cosas de adultos. 

 

Soy adolescente y no me quiero levantar. Pasó el mediodía y sigo durmiendo. Mi padre me despierta muchas veces. Cada vez se pone peor. Me tapo la cabeza con la frazada. Me destapa y me tira un balde de agua en la cara. Despertate, vaga de mierda.

 

Son las 3 a.m. Tengo quince años. Mi padre es taxista y se va a trabajar a esa hora. Espero que se vaya y me escapo para ver a José en el muro de la esquina. Él me encanta. Tiene una boca suave y carnosa, los dientes blancos perfectos y se pasa riendo. Su padre es un mafioso que baja a la parte subterránea del bar La virgen, donde está la timba. Mientras su padre juega, él está conmigo. 

José es una persona realmente dulce y me trata diferente a los demás. Es más tierno que el resto. Chuponeamos horas, hablamos, nos reímos. Así muchas noches. Siempre en ese muro, después de las 3 a.m. Hace poco me enteré que lo mataron de un tiro.

 

Luigi trabaja como vendedor en los ómnibus. Es el padre de mi amiga Vanesa. Los sábados escucha la Karibe con K a todo lo que da. La madre de Vanesa se llama Andrea. Son una pareja extraña. Se tratan como niños, se gritan, pelean, se dan besos, se ríen alevosamente. Se quedan en la cama horas. Mis padres no son así, pienso.

Andrea tenía una verruga idéntica a la mía en la axila. Siempre lo recuerdo. Vanesa hace poco se suicidó. Luigi todavía vende en los ómnibus.

 

Todos los días tenemos cosas que hablar con mi amiga María. Todo el día hablamos y nunca se nos agota qué decir. Por algo somos las mejores amigas. Y todos los días también vamos a hacer mandados juntas. Esta vez hicimos una cola larguísima en la fiambrería y cuando fue nuestro turno y la fiambrera preguntó qué íbamos a llevar. María dijo: ella. Y yo dije: yo no. Vos ibas a comprar, no yo. No, yo no. Nos cagamos de risa. La inercia de nuestras intensas charlas nos acercó hacía ese lugar y dimos por sentado que estábamos ahí por algo. Se parece a la vida misma. 

La fiambrera se ríe, piensa qué pendejas pelotudas y llama al siguiente número.

 

domingo, 21 de agosto de 2022

2019

Ojalá en este año, lea y escriba sin parar.

Y que mi hija sea cada vez más feliz.

Esos son mis deseos para este año que comienza.

domingo, 10 de octubre de 2021

Yo soy tu proveedora de droga

Cuando más limpias te parezcan
Las aguas del lago
Y aún cuando creas
Rebosar de plenitud
Igual recuérdame
Yo soy tu proveedora de droga 

Cuando contemples
Con mirada ascendente y pura
El triunfo de los pájaros
Y la derrota de las olas
Igual recuérdame
Yo soy tu proveedora de droga

Cuando vayas al encuentro
De la amada o el amado
Sintiéndote seguro
Del esplendor de sus pupilas
Igual recuérdame
Yo soy tu proveedora de droga

Y no me abandones
Prematuramente
No te comportes
Como un ingrato
Recuérdame siempre
Yo soy tu proveedora de droga


Osvaldo Lamborghini


lunes, 4 de octubre de 2021

La vida es un arma

 



Este disco iba a ser una cosa que al final no fue. Disco, casi un arcaísmo, como decirle televisión a una serie de Netflix. Ya ni siquiera se precisa grabadora de CD para publicar un... conjunto de canciones. No hay LP, ni EP. Ni siquiera P. Sin copyright, ni copyleft, ni copynada. Una soledad de no ser ni Esquizodelia, ni Estampita, ni Nikikinki. El fantasma de Myspace. Bienvenidos a la generación bandcamp.


Un bandcamp, entonces, que iba a ser un compilado. La vida es un arma, y a veces el tiro sale por la culata. O no sale. O sale otra cosa. Se iba a llamar DETROIT, que suena muy parecido a destroy, una palabra que define muy bien un conjunto de bandcamps que escarban en la mugre de lo que hay más abajo que el lo-fi. No-fi. Anti-fi. Va un poco más allá de la desprolijidad; es un gusto. Hacer un agujero en la bolsa como agujero negro para descubrir más abajos que sintonicen con una rotura que siempre es de adentro. Ahí están el Pelado Popdestroy, evidente desde el seudónimo, pero también Oneill (hasta que saque el disco que está grabando en Feel de Agua más o menos desde que Riki Musso estaba feliz con el Cuarteto), Ojos de Videotape, el Canciones inconclusas de Comunismo Internacional, o Darvin Elizondo solo y acústico, libre de sus pedales acumulativos. Puede ser pop, punk, balada, coso: lo que importa son las grietas, el musgo que le ganó a la pared, el micrófono blanco de computadora como mástil para ninguna bandera.

Desencanto sonoro que se empasta con otro, político. "Grabado en una cueva", confiesa Juan Peralta, porque afuera no hay nada. "La revolución del Benzodiazepina" abre el disco; podría ser un punk si tuviera una batería tan marcada como su rabia. La revolución como epilepsia a domesticar. La revolución que es tan colectiva que no entra en una cueva. La revolución, esa máquina que se come a la libido. Esa cosa seria. Esa forma de nunca estar de acuerdo.

Muchas voces de Juan Peralta, porque es un disco solitario: la única compañía es el reverb, las sobregrabaciones y la copilota Caryl Chessman, un alma vacía cuya identidad algunos sospechamos pero no vamos a andar quemando. Caryl toca, sin conocimiento de causa, una nota de violín en "Insectos veloces": una cita a otro triste, Cabrera, y un amor complicado, ambiguo, lleno de resacas y una cuota de odio. Caryl también canta en "Asunto de referencia". El suicidio otra vez. Es un retrato, una foto sacada por una cámara de celular de dos megapíxeles que le robó dos megapíxeles de alma a una rota de la noche. Ella casi seguro que tiene cerquilo y está no posando contra el empapelado sucio del Gallo Rojo (que hoy es un lugar luminoso, lleno de sushi: del saque al sake), a una hora de la madrugada en la que todo parece equivocado. La foto está movida. No había mucha luz. Baja resolución. No-fi. Ella viste mangas largas para tapar los cortes en las muñecas, casi seguro no tiene cartera y sigue chupando Pilsen a pesar de que se mezclan con los antidepresivos en el estómago flaco en contra de toda recomendación de diez de cada diez doctores. Es de las que intentan no ser minita. De las que no saben estar solas y por eso están mal acompañadas. De las que ganan al pool.

Del tsunami de acordes golpeados hacia abajo al arpegio delicado de "Jugar al héroe", con un estribillo mántrico que repite saigón hasta que todo se cansa y se desinfla. "La ciudad de los huesos", con unas volteretas melódicas con retrogusto a Calamaro, ofrece unas gotas de pop dulce entre tanta basura intencionada: "Un cráneo lleno de espejos / en la ciudad de mis huesos". El primer indicio de estribillo en un discbandcamp que casi no los tiene porque las canciones parecen estar desarmándose, desganándose o resignándose a medida que suenan. Un estribillo es una marca, un regreso, y en La vida es un arma no se vuelve a ningún lado.

La noche de seis tracks termina con "Al fin la tormenta", de rima imperfecta, que viene a romper un poco el clima. En un disco de alegrías cortas y ácidas como un vino picado, "al fin" suena a un bálsamo, a la frescura de una siesta después de una noche de excesos, de las diez de la mañana a las tres de la tarde, cuando la ciudad se detiene en la eutanasia del domingo. El vino, justamente, arranca la letra. Cortado a cuchillo, siempre en caja. Siempre encaja. "Al fin la tormenta llega al campo", dice el segundo casi estribillo, como en unas vacaciones ya frustradas por la falta de playa y de plata, un escenario donde la tormenta es un alivio lo más bíblico que se permite la gente atea. Hay un féretro helado (que aparece dos veces; la segunda, con la voz octavada de Caryl, como si en La vida es un arma sí se pudiera regresar a ese lugar, al ataúd) y un tren que empieza a acelerar, la tristeza de una AFE que le aceptamos a los ingleses para que nos perdonaran la deuda y que hoy es un medio de transporte con poco prestigio, roto y ruidoso para el oído aburguesado, y un conjunto de galpones donde pasan cosas que nadie quisiera describir en voz alta. "Lo que aban / donamos", dice en cuotas uno de los versos.

Entonces, el monólogo de Caryl, apenas modulado, recitado como un antiteatro, lo contrario a lo que haría Tabaré Rivero. No es un monólogo: es un solo de tristeza. La tristeza es el instrumento, por supuesto musical, que vibra en un "qué chistosa la vida" (la misma que es un arma; qué chistosa) amargo como una lamida de aloe. En la letra que figura en el bandcamp, la primera frase dice "y sin embardo". Un error. O no.

Al fin la tormenta, pero Caryl extraña el calor espeso (que aparece pronunciado espes-, sin terminar. Esta gente tiene un tema con los finales), esa estafa climática que parece importada de Saigón en que las camisetas se pegotean con el cuerpo, cuesta respirar, pican los tatuajes como marcas de mortífago, los viejos sienten sus articulaciones que ya no articulan, los perros se ofuscan y todo futuro parece imposible o al menos empapado. Son tres minutos de canción que deberían durar más, por lo menos un par de horas, y se programan en loop en la mente igual que un buen jingle o el recuerdo sadomasoquista de un error. Pero la vida es un chumbo y se queda sin balas: la canción se apaga, se muere, se llueve, se desmorruga, se automedica, se duerme con favores químicos en un sonido que deja de ser voz para convertirse en algo que raspa la garganta desde adentro. Al fin la tormenta llega, y este bandcamp drogadicto, honesto y lo más brillante que puede ser algo sucio se suspende por lluvia.

* * *

Si este disco fuera un tatuaje, sería éste: en Ciudad Vieja, por la zona del Mercado del Puerto que ofrece un mediocre paraíso a los extranjeros de día y mucho vicio de noche, hay una pareja que baila tango. Torres García, porquerías de cuero de flacas vacas, mates que van a terminar en repisas de otros países y que jamás van conocer la satisfacción de estar llenos de yerba lavada por sucesivos ataques de agua de termo. Preciosa y gentrificada, la zona se llena de acentos y te cobra 60 pesos un jugo de naranja porque ahí, aunque seas uruguayo, sos turista. La pareja -viejo él, triste ella- baila el tango como se debe: por dinero. Ella tiene unos zapatos altísimos y gastados que dejan ver dos dedos de sus pies con las uñas pintadas de un bordó propio de una mujer 40 años más vieja, pero tiene medias color persona. ¿Medias cortadas en la punta? Si uno se detiene un poco en las piernas que dan vueltas, se enganchan y se rechazan como dos serpientes en una relación "es complicado", se da cuenta de por qué: en una de las pantorrillas demasiado redondeadas para un cuerpo tan flaco, hay un tatuaje largo, del tamaño de una caja de cigarros de costado; una hora y media de pinchazos y tinta que, parece, no combinan con el arrabal y tiene que desaparecer o quedar menos evidente, borrosa, velada en blanca tarde, debajo de una capa de náilon. Si este disco fuera un tatuaje, sería ese.

Federico de los Santos.


jueves, 15 de julio de 2021

Casa del sol naciente

El arroyo Miguelete corta la calle Millán, la atraviesa. Es un agua sucia, estancada. Un paisaje algo triste. Cruzo el puente todas las mañanas de camino al trabajo, el piso tiembla como un leve sismo cuando pasan los ómnibus. Luego me meto por esa callecita que nadie conoce, pero nunca sin antes observar con ensueño la casa de la esquina. Es una casa grande sobre un terraplén, chata con tejas y ladrillos a la vista. Tiene un árbol frondoso en el frente y está llena de ventanales. Sospecho que por dentro es hermosa. Me gustaría vivir ahí, suelo pensar cuando la miro con detenimiento.

El camino está lleno de árboles, pasto verde y de perros que ladran detrás de las rejas. A mi derecha me va acompañando el arroyo amarronado que siempre parece tener niebla encima.

Cuando llego saludo a cada niño. A algunos les doy un abrazo, a otros los beso en la mejilla o en la frente. Puede que a alguno le frote la cabeza al paso. O que hagamos un choque los cinco, seguido de un choque de puños.

Les propongo salir y así despejar la mente. Unos cuantos se prenden para ir al Prado. Les digo que pueden llevar botellas cortadas y atadas a un cordón para pescar en el lago pero sólo con la condición de que antes de irnos devuelvan los peces al agua.

Jairo tiene doce años y es más alto que yo. Tiene la tez canela y unos labios voluptuosos. Su boca siempre segrega mucha saliva, en las comisuras suele tener baba blanca y seca. Supongo que es por la medicación. Cuando habla no se le entiende bien lo que dice, hago un esfuerzo por entender y así no pedirle varias veces que repita. A veces me quedo sin entender.

Jairo es experto en tirar piedras. Va, no solo piedras… cualquier cosa. De camino al Prado encuentra un CD en la calle, lo levanta y lo manda a volar por el cielo. Pero tan alto, tan alto y tan lejos, que es increíble. Quedo fascinada admirando la escena. Agarra una piedra y me dice:

-¿Qué te apuesto a que la tiro para el otro lado del arroyo?

-A ver…

Y va y la tira. Después de eso intenta impresionarme más y más con diferentes objetos que arroja a distancias demenciales. Realmente nunca vi algo así. Lo felicito todas las veces y le digo que sería bueno en lanzamiento de jabalina. Pero seguramente nadie lo sepa jamás, ni siquiera él.

Ámbar es rubia y tiene ojos celestes. Sus rasgos faciales que son poco delicados, es de una belleza exótica. El pelo es casi blanco, grueso y abundante. La boca es protuberante y carnosa, bien roja, acompaña bien a sus dientes que son grandes y están separados. Su piel es pálida, casi transparente como el papel manteca cuando calcás un mapa hidrográfico de ríos y venas. En el cuello tiene unas especies de verruguitas marroñes que parecen aplastadas como manchas.

Ella es conflictiva, siempre genera problemas donde no los hay y revueltas donde no es necesario. Tiene la insatisfacción de existir a flor de piel. Nada la satisface. O si lo hace, es fugaz. Padece la vida. Sería buena actriz dramática. Me cae bien.

El camino hasta el Prado no es simple. Suceden eventos: peleas, se detienen en cosas sin sentido, caminan lento. Se descompensan, quieren volver, le tiran piedras a la gente.

Cuando estamos allá, quieren meterse en el lago. Entran infinitas veces al baño, uno de esos verdes antiguos y de metal con puerta giratoria. Se encierran, corren, gritan.

La estadía se configura caótica y mi “Adiós Diomedes” debe seguir durmiendo en la mochila. A veces soy ilusa. Creer que iba a poder leer tendida en el pasto mientras ellos jugaban. Me río de mí.

No todo es desorden y suceden cosas lindas. Me cuentan historias graciosas. Me preguntan qué animal sería y tengo que elegir tres: uno de la tierra, otro del agua y otro del aire. De fuego no. Porque ya se sabe que sólo existe el dragón.

Llega la hora de volver. Están los que se niegan y los que hace rato me taladran al oído que se quieren ir, que es un embole estar ahí.

Le digo a Jairo que devuelva los peces al lago como habíamos quedado. Se rehúsa. Se quiere llevar mil peces metidos en una botella de coca coca de litro y medio. Los peces están todos apretados, sin movilidad alguna. Le digo que no los puede llevar, que se van a morir. Él alega que va cuidarlos dándoles pan. Le explico que no, que no comen pan, que comen cositas de la profundidad del lago y que necesitan quedarse ahí, en su hábitat natural. Que no pueden estar encerrados. Porque es horrible estar encerrado.

Me mira con odio. Y me dice, un poco tartamudeando:

-Y si a nosotros ustedes nos tienen encerrados. Nos tienen presos, nos tienen.

Pienso en decirle que no es así pero sin embargo no digo nada. Le repito que los tire al agua o no nos vamos.

En el camino Ámbar se tira al piso en la oscuridad y empieza a gritar. El pasto está lleno de mosquitos. Pasa algo y no sabemos qué es. Llora y abraza a su hermano pequeño, haciendo que él también se descompense.

Otra niña, Serena, me dice enojada que por culpa de Ámbar, siempre pasa algo. Que tenemos que seguirle todos sus viajes.

Le pido comprensión.

-Ella tiene problemas- le digo.

-Problemas tengo yo. A mí me violó mi hermanastro y no me quejo.

No termina de decir la frase que se quiebra y llora. La abrazo fuerte y le aprieto con mi mano su espalda transpirada. Le digo que ahora está a salvo. Que va a estar todo bien.

-Siento culpa. La culpa no se me va. Mi madre nunca más me vino a ver. No tengo a nadie. ¿Qué voy a hacer? ¡No tengo a nadie!

No sé qué decirle. Siento que si le digo que ese dolor en el pecho se le va a ir, le miento. Que si le digo que no está sola en este mundo de mierda, le miento. Todas las posibilidades que se me ocurren son mentira.

Todo va disipándose de a poco y volvemos caminando, cada uno en diferente sintonía.

Llegamos.

Entran corriendo por la puerta, chocándose los unos a los otros.

Jairo se dirige directo al cuarto y apoya la botella atiborrada de peces sobre la ventana de su cuarto.