La calle aún es de tierra y no hay saneamiento. Estamos jugando a las escondidas y la pica se hace en el frente de la casa de Eliana. La mayoría nos escondemos entre los árboles, arbustos y recovecos que hay en el terreno inmenso de la casa del Ale. En una corro tan rápido que aterrizo por la calle de pedregullo, me queda la pera raspada y tajeada, me arde. Me voy a lavar y sigo jugando. Eliana, ambiciosa por hacer un pica por todos los compas, se estrella contra la pared. Se da la cabeza contra el muro casi en posición horizontal. Se rompe el cráneo y le empieza a sangrar la boca, queda desmayada y pensamos que va a morir. Sale el padre, dice que no podemos jugar así y se la lleva para adentro. Dejamos de jugar.
Empiezo a andar en bicicleta, mi padre me saca una ruedita y en el pequeño patio de mi casa, ando en círculos y me caigo continuamente. Papá me saca las dos rueditas y me sostiene en la calle agarrando el asiento. Tomo velocidad y equilibrio. Cuando miro hacia atrás, él ya no está. Me caigo y me raspo las rodillas. Le digo que todo es por su culpa.
Me tiro en bicicleta por la bajada de Arturo, el dueño de la fábrica de macetas. Pierdo el control y caigo estrellada en la canaleta de mi casa, llena de agua podrida. Lloro. La vecina se ríe sin disimulo a carcajadas.
Mariano Arana nos hace la calle. Así dicen los vecinos. Pero seguimos sin saneamiento.
Tengo ocho años, voy a la almacén de Fernando, a la vuelta de casa. Compro un cigarro. Lo fumo en el baño de casa. Mi madre siente el olor inmediatamente porque en mi casa nadie fuma y me grita enfurecida que qué estoy haciendo. Se indigna que Fernando le haya vendido un cigarro a una niña.
Me pregunto por qué lo fumé en el baño y no en la esquina u otro lado. Mi psicoanalista dice que quise mostrarle a mis padres que podía hacer cosas de adultos.
Soy adolescente y no me quiero levantar. Pasó el mediodía y sigo durmiendo. Mi padre me despierta muchas veces. Cada vez se pone peor. Me tapo la cabeza con la frazada. Me destapa y me tira un balde de agua en la cara. Despertate, vaga de mierda.
Son las 3 a.m. Tengo quince años. Mi padre es taxista y se va a trabajar a esa hora. Espero que se vaya y me escapo para ver a José en el muro de la esquina. Él me encanta. Tiene una boca suave y carnosa, los dientes blancos perfectos y se pasa riendo. Su padre es un mafioso que baja a la parte subterránea del bar La virgen, donde está la timba. Mientras su padre juega, él está conmigo.
José es una persona realmente dulce y me trata diferente a los demás. Es más tierno que el resto. Chuponeamos horas, hablamos, nos reímos. Así muchas noches. Siempre en ese muro, después de las 3 a.m. Hace poco me enteré que lo mataron de un tiro.
Luigi trabaja como vendedor en los ómnibus. Es el padre de mi amiga Vanesa. Los sábados escucha la Karibe con K a todo lo que da. La madre de Vanesa se llama Andrea. Son una pareja extraña. Se tratan como niños, se gritan, pelean, se dan besos, se ríen alevosamente. Se quedan en la cama horas. Mis padres no son así, pienso.
Andrea tenía una verruga idéntica a la mía en la axila. Siempre lo recuerdo. Vanesa hace poco se suicidó. Luigi todavía vende en los ómnibus.
Todos los días tenemos cosas que hablar con mi amiga María. Todo el día hablamos y nunca se nos agota qué decir. Por algo somos las mejores amigas. Y todos los días también vamos a hacer mandados juntas. Esta vez hicimos una cola larguísima en la fiambrería y cuando fue nuestro turno y la fiambrera preguntó qué íbamos a llevar. María dijo: ella. Y yo dije: yo no. Vos ibas a comprar, no yo. No, yo no. Nos cagamos de risa. La inercia de nuestras intensas charlas nos acercó hacía ese lugar y dimos por sentado que estábamos ahí por algo. Se parece a la vida misma.
La fiambrera se ríe, piensa qué pendejas pelotudas y llama al siguiente número.