viernes, 28 de marzo de 2014

La chica del pelo verde

Era una mañana helada… Esta sería la manera en la cual debería empezar esta historia, y no por donde voy a empezarla. Las historias no deberían estar precedidas de una aclaración. Al menos eso es lo que yo pienso, lo que digo siempre. Pero esa regla no me importa demasiado ahora, y menos tratándose de una historia verdadera, de algo que me pasó tal y cual voy a contarlo, y que me dejó el recuerdo imborrable y fugaz de la chica del pelo verde.
Yo tenía menos de veintiún años y por ese entonces, en Argentina, eso significaba ser menor. Yo no era nada menor, hacía mucho tiempo ya que había entendido que la juventud es una palabra que quiere decir cualquier cosa menos tener una edad determinada, y que a los hijos de familias pobres no nos estaba reservada ninguna juventud, apenas una infancia más o menos normal, los que tuvimos suerte (yo la tuve, a pesar de todo), y a la mayoría (a más de la mitad de mis amigos) ni siquiera eso. Pero viene a cuento esto de que era menor porque por eso me tomaron en un trabajo que a los mayores de edad no les convenía. Yo era mensajero en bicicleta de tres boliches bailables. Mensajero entre boliches, se entiende. Tres boliches que eran de un mismo dueño, al cual yo no conocía pero que sabía bien quién era: el caudillo más importante, aún innombrable aunque ya desaparecido, de aquel feudo en el cual nací: Avellaneda.
Mis mensajes eran paquetes relativamente pequeños y sé que casi siempre llevé órdenes que no se podían dar por teléfono (en esa época no había celulares), dinero, armas y, sobre todo, drogas. Los paquetes casi siempre me entraban adentro del pantalón a propósito holgado que usaba, en la bolas para ser más exacto. Y así podía usar mi morral de carnada, por si me robaban o me paraba la policía. Pero la verdad yo nunca pensé mucho en los riesgos. De hecho no pensé ni un poco: no pensé. Ganaba bien y me había podido comprar un walkman a casete Sony, el más moderno, y sólo quería calzarme los auriculares, meter Pescado Rabioso al palo y pedalear rápido para sacarme la carga de encima. Tenía el objetivo de un Fender Stratocaster y un Marshall valvular. Nada más, pero nada menos. En aquella época, para un pibe como yo, esa era una meta bastante alta.
Igualmente no eran más de tres o cuatro entregas por noche, y después hacer la guardia en la barra o al lado del disc-jockey. Una sola vez tomé consciencia de que la cosa podía volverse ingobernable. Fue cuando llevé una caja grande, muy grande, imposible de esconder en mis pantalones, atada atrás en el canasto de la bicicleta. Había en la caja, perfectamente cerrada y recerrada con cintas y precintos, algo bastante pesado, algo que estaba suelto y se movía y golpeaba con cada envión o frenada que yo daba en la bici. Era, evidentemente, algo esférico. A veces pienso que lo que llevé ese día fue la cabeza de un desgraciado. Además fue la única vez en que “entregué el fardo” en una casa particular y no en otro de los boliches. La verdad no puedo asegurar que había una cabeza ahí adentro, sólo sé que esa caja tenía un peso raro, un peso diferente, un peso que excedía la masa del objeto: un peso de maldad, un peso de muerte. Pero la mayoría de las veces, repito, fueron paquetes de cocaína o anfetas que envolvían sin problemas frente a mí, los “Invisibles” (así llamaban a los secuaces del caudillo porque casi nunca se mostraban o si se mostraban los demás ignoraban quiénes eran, o sobre todo, y lo que es peor, ignoraban lo peligrosos que eran). Por eso sé de algunas otras drogas también, más pesadas, más específicas, destinadas a cosas peores que la diversión estúpida de los que podían jactarse de su loca juventud.
Otra aclaración que debo hacer es casi en tono de confesión, y hasta me da un poco de vergüenza, pero es verdad: nunca me dio la más mínima pena la gente que consume drogas y termina dando lástima o muerta en los boliches bailables. Me parecieron siempre estúpidos en masa que van a buscar lo que terminaban encontrando. Y puede ser Avellaneda, Palermo o Punta del Este, da lo mismo. Tal vez la vida me hizo demasiado duro muy temprano, o será que siempre entendí la sensibilidad de otra manera. No sé, pero conocí muchos pibes y muchas minas en ese “trabajo”, y vi a tantos darse vuelta o dejarse por varios en un baño o en el reservado del boliche con tal de una dosis más, que el dolor se convirtió paulatinamente en asco, y luego en odio. Casi ninguna persona me dio lástima ni me importó hacer algo por ellas, hasta que me pasó lo que me pasó con la chica del pelo verde y me di cuenta de que estaba equivocado, de que esa insensibilidad era un error enorme, era un prejuicio. Es que nadie sabe en dónde se esconde un ser de luz, una persona valiosa, nadie al menos puede asegurar que en tal o cual lugar no. Eso es imposible, es absurdo. La chica del pelo verde fue una estrella fugaz que vino a caer en ese basural no por propia voluntad, si no porque la vida es insoportablemente injusta y a veces da mucho palo, mucho más palo del que se puede soportar. Y cuando pasa eso surge la verdadera esencia de la gente, se sabe de qué clase es cada uno. Porque están los que lloran, suplican y venden hasta a la madre, o los siguen de pie en silencio, pero también están, lo que como ella, se tiran de cabeza en la cueva del lobo. La chica del pelo verde me hizo entender que a veces hay que mirar a la muerte de cerca, apretarla contra el pecho, regalarle una sonrisa y correr hacia ella como un toro hacia la estocada final. Me lo hizo saber con una pistola calibre cuatro y medio apretada al centro de su pecho.
Era una mañana helada, entonces. Pero no era de mañana por lo temprano, era de mañana porque se había hecho tarde. Estaba preparado para irme cuando el Tata, el más peligroso de los Invisibles, me pidió que esperara, que quería mostrarme algo. El tipo, con la nariz empolvada de blanco, parecía un payaso de la muerte. Estaba durísimo y eso no me gustó. Mala señal, pensé, porque esa era la peor hora: la hora de las tragedias, me iba a decir más delante un amigo. No podía elegir, más vale. Y además yo no estaba en nada raro, no me quedaba con nada y en esa época no consumía ni siquiera alcohol.
─Vení, pendejo, que te voy a mostrar la verdad de la milanesa ─me dijo el Tata, pero no era necesario porque yo ya lo seguía.
Habíamos pasado por una puerta al costado del Underground I, así se llamaba uno boliche (cómo se llamaban los otros dos lo pueden suponer, a estos tipos la imaginación no les fue dada)  y caminamos por un pasillo angosto y eterno. El pasillo terminaba en una oficina que tenía salida por la otra calle, una salida que se había reforzado con paredes de hierro y unas mirillas y unos agujeros que les permitían a los supuestos tiradores disparar con cierta seguridad. Antes de llegar, una mina que de casualidad pasaría los veinte años, en minifalda, venía corriendo y riendo como una trastornada.
─Acá tenés las mejores piernas de Punta del Este ¿no?, decile, pelotuda ─le dijo el Tata y la agarró de los pelos.
─Nunca beses en al boca a estas chupapijas ─dijo mirándome a mí, y le metió dos dedos en la boca a la mina hasta atragantarla. Ella contuvo el vómito y me miró.
─Sí  ─dijo─, me lo dijeron en un yate.
─Lo de chupapijas te habrán dicho, ¿no, puta? ─dijo el Tata y soltó una carcajada de bestia infernal.
La piba se rió y salió corriendo hacia el lado por donde nosotros habíamos entrado.
─Si después querés te la garchás ─me dijo el Tata─, por un saque.
─No ─dije, y agregué una mentira─ tengo novia.
El Tata me miró desconcertado
─Qué, ¿sos pelotudo o sos un Jesucristo? Vos no tenés novia, pero puto no sos. Sos un Jesucristo, eso sos. Vení que te voy a mostrar la crucifixión moderna.
Llegamos al final del pasillo y entramos. A esa oficina le decían el Full-Full y era algo así como el VIP de la perversión. Ahí adentro se reunían los Invisibles. Había seis, pero yo conocía sólo a dos. Nadie dijo nada cuando me vieron entrar detrás del Tata. Percibí que estaba todo bien, conmigo. Y percibí también que estaba todo mal con el tipo que tenían atado a una mesa de trabajo, una mesa con dos morsas de carpintero. No lo tenían atado en realidad, lo tenían asegurado con unos ocho sargentos de hierro y con las muñecas en las morsas. Aparte de destrozarlo a golpes, tanto que la cara estaba redonda, perfectamente esférica, como una pelota de fútbol muy inflada, lo habían usado de cenicero. Literalmente le había apagado decenas de cigarrillos en todos el torso desnudo, los cigarrillos seguían ahí, incrustados, el tipo parecía una macabra escultura surrealista.  Detrás de él, sentada en un rincón, atada a una silla, estaba ella: la chica del pelo verde. Me pareció que no la habían tocado, todavía.
─¿Vos te pensás que vamos a matar a este hijo de puta, Jesucristo? ─me dijo el Tata y alguno que otro sonrió. En un escritorio había tres armas cortas y una cantidad de herramientas de carpintero, alguna manchada levemente de sangre.
─Carpintero ─dijo el Tata, y un tipo enorme, que estaba sentado al lado de la chica del pelo verde, sobándole con los dedos la cara, se paró─, mostrale a este cómo hacés un encastre fino.
Yo supe enseguida que no tenía que cerrar los ojos, que tenía que mirar. Tenía que salir de ahí entero y había empezado a hacer funcionar a mil mi cabeza. Trataba de ver detrás de la pelota de fútbol al tipo, que ahora había empezado a gemir, y trataba de encontrar mi relación él y con todo eso. Pero ¿qué relación?, hacía menos de seis meses que me la pasaba en bici de acá para allá y ni una vez me había agarrado la policía, ni una vez me habían mexicaneado, nada, venía invicto y eso era bastante raro en los tiempos aquellos en un trabajo como ese. Tal vez eso, tal vez el Tata estaba pensando que hacía la mía, o que era buchón y por eso no me había pasado nada. Ya me lo había dicho una vez, me había felicitado, me dijo que yo había duplicado el record de todos losChasquis (así nos llamaba él porque era santiagueño) de la historia de los Undenground. En el momento en que me lo dijo yo no lo tomé a mal, pero bueno, ahora sé que las cosas que te dicen estos tipos se tiene que tomar siempre a mal, aunque suenen buenas, o se toman a mal o no se toman, no existe algo contrario al mal, a menos que eso sea “mal mayor”, nada más.
No había mucha luz pero se veía lo que había que ver más que perfectamente. La chica del pelo verde estaba tranquila, y no parecía drogada. Yo contuve la respiración en la primera envestida del Carpintero. Duró una nada. El Carpintero se retiró de la boca del hombre pelota.
─Se desmayó el hijo de puta ─dijo, mirando al Tata.
─Si me vas a seguir mostrando esta mierda dejame tomar un saque ─dijo, clarito como el agua, la chica del pelo verde.
Tenía la voz serena, bastante más grave de lo que hubiera imaginado. Entera, sin temblequeos, aunque supongo que sabía la que se le venía.
─Mirá la guacha esta, con ese pelo de puta ─dijo el Tata─, dale un poco, pero de la de ella. Y soltala, son seis boludos armados, supongo que es suficiente contención, ¿no? Y vos sentate ─me dijo a mí.
Me tomó del hombro y me empujó hacia abajo. Caí en un sillón verde de una sola plaza que ni siquiera me había dado cuenta de que estaba detrás de mí. Enseguida sentí el fierro en el culo. Inconfundible. Si era de uno de ellos se iban a dar cuenta, si era de cara de pelota tal vez me había sentado arriba de un salvavidas.
No voy a contar detalles de lo que le hicieron. Sólo que lo despertaron y siguieron torturándolo hasta hacerlo desmayar, cinco veces lo mismo, casi una hora de tortura. No lo mataron, no sé cómo, y algo que hiela la sangre es que nunca le preguntaron nada. O sea, que lo hicieron por placer, o por venganza que, supongo, en esta gente son la misma cosa.
No vomité, ni me impresioné demasiado. Estaba tan nervioso pensando en que después podía ser mi turno que de alguna manera el miedo superó todo lo que yo conocía o había experimentado, desde la parálisis hasta las ganas de llorar pasando por las de hacerme encima, como si le hubiera dado la vuelta al cuentakilómetros del miedo. Quiero decir que estaba normal, o mejor dicho: anormalmente normal. Aparentemente igual que siempre pero ido. Mentalmente ahí pero físicamente lejos, no sé bien dónde, tan lejos como lo puede estar el espectador de una película de terror. Sufriendo en la butaca a la vez que come pochoclos.
Cuando terminaron el Tata me miró:
─Ahora viene el Tordo ─me dijo─, este se salva pero hijos no va a tener. A vos te toca esperar acá. Esto te lo vamos apagar aparte. Acá podés llegar lejos, ¿entendés Jesucristo? Una vez que el Tordo llegue te vas. Confiamos en vos, pero en este también confiábamos. ¿Te queda claro?
Dije que sí no me acuerdo cómo, si con la voz o con la cabeza. O si lo dijo el otro por mí, el que ocupaba mi cuerpo. El Tata se acercó al cara de pelota y le dijo al oído pero bien fuerte:
─Ahora nos vamos al terraplén con tu novia, a estás se las coje en las vías, entre los yuyos y las ratas.
La chica del pelo verde iba por la decima raya de cocaína. Decirle raya es una metáfora, parecía la senda peatonal de la Nueve de Julio lo que ella aspiraba cada vez. Pensé en decir: “ella no hizo nada”, pero no lo dije, más vale, apenas podía respirar. Uno de ellos salió primero llevándola del brazo. Y como ella se resistió le pegó un revés con la mano que casi la tira al suelo. Algo se infló en mí, un gas de odio, de indignación y fue entonces que descubrí quién soy, o cómo soy, porque sentí que explotaba, me sentí mierda, basura, inmundicia; si no hacía algo por ella no iba a poder vivir en paz. Fue ese el día en que me di cuenta de que no estoy hecho para evitar los problemas a cualquier precio.
Por fin salieron todos y me dejaron solo con el cara de pelota. Como pude me levanté (ahora sí, como el miedo había bajado algunos decibeles, agarrotado). Vi el arma, negra, de calibre alto, y la agarré. No sabía si estaba cargada, no sabía tampoco si tenía el seguro puesto ni cómo debía usarla.
El cara de pelota gemía y blasfemaba pero parecía inconsciente. Tomé una botella de whisky del piso, le quedaba un cuarto litro más o menos. Le vacié una buena dosis en la boca, al menos en una de las aberturas que más se parecía a una boca. Ahí me di cuenta de que no había sangre en su cara, me pareció extraño. Tomé un trago yo también, fue el primer trago de whisky que tomé en mi vida.
─Sorete ─le dije─, no insultes más a la Virgen. Decime cómo uso esto. Respondé como puedas pero sólo si es un “sí”.
El tipo se quejó. Supuse que aceptaba. Le puse el arma frente a los ojos.
─¿Es tuya? ─el tipo se quejó.
─¿Está cargada? ─el tipo se quejó.
─¿Está con seguro? ─el tipo no dijo nada.
─¿Aprieto acá y listo? ─el tipo se quejó.
─¿Tengo al menos siete tiros? ─el tipo se quejó
─Sos un hijo de puta, ¿sabés? un hombre no mete a su mujer en el medio ─el tipo se quejó.
Salí con el arma en la cintura por si me encontraba con el tordo. En la calle estaba mi bici y supe enseguida a donde de ir: el puente de hierro, ahí era fácil subir, ahí me habían llevado una vez una morochita con cara de mono a la que le mentí que tenía merca y le di de tomar un poco de cal raspada de la pared a cambio de una chupada.
Llegué y vi el auto. Tiré la bici y subí por el terraplén, por el lado difícil, por el lado que seguro no habían subido ellos. Apenas estuve arriba los vi a los seis, sin pantalones pero con todo lo de arriba puesto, hasta el saco. Las armas podían estar en las sobaqueras, pero para sacarlas de ahí hacían falta varios movimientos. Tenía que estar atento. Los tenía de espaldas, cuatro de ellos parados y dos violando a la chica del pelo verde a la que habían atado a los durmientes de la vía. El Tata miraba todo. Ella se quejaba y cada tanto insultaba y arengaba a que la violen más. Les decía de todo. Los trataba de maricones, de eunucos y de muchas cosas más. Ellos se reían. Hasta que el Tata dijo:
─Vamos a reventarla y que se ponga verde como el pelo.
Y lo hice. Sin aviso pero no fríamente, temblando tanto que ni sé cómo fue que lo hice. Disparé al aire primero y luego a uno de ellos. Apunté bajo pero le pegué en la parte de arriba del hombro izquierdo, le arranqué un pedazo de hombro, lo vi, yo vi saltar el pedazo de hombro hasta el cielo. El tipo se fue al suelo y a mí se me durmió la mano.
─¿Qué hacés? ¿Estás loco, pendejo? ─gritó el Tata.
Y me le fui al humo y le puse el arma en el pecho, se la apreté todo lo que pude y le dije que se diera vuelta y se arrodillara. Lo hizo, lentamente, ahí le apreté bien fuerte el cañón contra la nuca.
─Soltá los fierros, que todos suelten los fierros y váyanse a la mierda. Ella no hizo nada ─dije.
Los tipos miraron al Tata, supongo que se la jugaban a que yo no iba a saber dominar el arma y que, nervioso, podía disparar aún sin querer.
─Tiren los fierros y abajo, boca abajo ─gritó el Tata
─Que uno la desate ─dije─, con una mano atrás, que la desate con una sola mano.
La chica del pelo verde se reía como una loca. La desató un gordo y ella le pegó tremenda patada en las bolas. Lo dobló y después le zapateó un malambo en la cara. Y más vale que le pegó unas buenas patadas a cada uno de los que estaban en el piso. La dejé, la esperé.
─Que me dejen la merca, pichón ─me dijo.
Hice que se le dejaran, un montón. Conté los fierros y ella los metió en un bolso azul que habían traído ellos. Bajaron de a uno mientras yo seguía apretando la nuca del Tata con el arma. Bajaron, puteando, el que más puteaba era el que se iba con medio hombro menos. Solté al Tata.
─No me jurés nada ─le dije─, me banco la que sea.
El tata bajó rápido y en silencio.
Me moví rápido. La chica del pelo verde ya se había vestido, en realidad, se bajó la pollera que le habían levantado y listo. Tenía sangre en las piernas.
─Vamos por la vía ─grité─, no nos van a seguir ahora, van a esperar.
─No, no vamos a ningún lado ─me dijo─, vas a venir acá, y me la vas a meter.
No me respondió enseguida, porque estaba aspirando merca como el dibujito del Oso hormiguero aspiraba hormigas.
─¿Estás loca?, deben tener más armas en el auto.
─Vos lo dijiste, no van a subir ahora, van a esperar otro día, ni imaginan que nos quedamos acá.
─Lo dije pero no estoy seguro.
─Vení, tengo un lugar ─me dijo.
Caminamos hasta el otro lado de la vía, y por los durmientes empezamos a cruzar la avenida Mitre. Entre los durmientes hubiéramos caído veinte metros al vacío. Se veía bien abajo y el auto no estaba, mi bicicleta sí. Llegamos al otro lado y bajamos a un hueco entre el cemento del andén y las vías, y nos metimos en algo así como una especie de fosa donde entramos sentados perfectamente. En ese momento se largó a llover con todo
─Acá estamos seguros, ¿cuántos años tenés?
─Voy a cumplir veinte.
─Yo tengo treinta y uno, así que haceme caso a mí.
Y le hice caso. Me pidió que la abrace y la abracé. Me saqué la remera y le limpié la sangre de las piernas. Luego me pidió que me bajara el cierre de la bragueta y me lo bajé. Que le mostrara mi pito, así dijo “pito” y lo hice. Me la chupó, despacio, y yo disfruté. Ella era hermosa y era segura, era más, mucho más que yo. Me hizo acabar en su boca y pese a mi pudor se tragó todo lo que salió de mí.
─Esto no se lo hice nunca a nadie, pichón. Voluntariamente, que te obliguen no significa nada para una mujer. Lo que pasó hoy no significa nada.
─¿Te duele?
─Sí, en todos lados.
─Pero yo te salvé, ¿no? ─dije, no sé con qué intensión.
─De milagro no nos mataste a los dos.
─No entiendo ─dije.
─Vení. ¿Es la 45 de Federico, no?
─No sé, no conozco de armas, pero creo que es la de tu novio.
─Ese imbécil no es nada mío. Pero dejá, ¿Sabés que cometiste un error fatal?
─Sí, meterme en este quilombo.
─Otro error fatal, nunca le aprietes a nadie una 45 contra el cuerpo, se ahoga, se traba la corredera. Mirá. Tomó el arma del piso y se puso el cañón entre los senos. Tenía la camisa puesta y unos senos perfectos se marcaron cuando el arma la apretó.
─Dispará ─me dijo.
─¿Estás loca?
─Dispará, si lo hago yo aflojo y capaz que se me mato. Dispará.
─No.
─Dispará o me pego un tiro ─dijo.
Puse la mano en la empuñadura y el dedo en el gatillo. Ella se apretó más contra el arma. La camisa se le bajó, y era tan hermosa, así, drogada, lastimada, con el arma ahí, dándole al corazón y el pelo verde más claro ahora por la luz de la mañana nublada y gris. Casi me largo a llorar.
No me di cuenta cuando, haciendo caso a su orden, apreté el gatillo. La corredera se trabó y el martillo quedó arriba. No pasó nada.
─La cuatro cinco se traba cuando la ahogás, acordate de eso pichón ─me dijo.
─Sos valiente o estás loca, no lo sé.
─Cuál es la diferencia, pichón ─me dijo, y sonrió. Y tomó más y más droga.
Le pedí un saque pero no me lo dio. Me sacó el arma y me pidió que me fuera.
─¿Sabés lo que más me jode? ─dijo─ Que estos putos me hicieron tomar de la mía. Chau, pichón, y no salves a nadie que no pida socorro.
Se levantó y antes de que pudiera vestirme ya se había ido, para siempre, de mi vida. Para siempre.

Lo demás salió en los diarios. Fue la masacre del boliche. Cerraron los tres Underground y yo seguí mi camino. Muchas veces pensé en ella: en la chica del pelo verde, y siento ahora que podría haber hecho más, que podría haberla corrido cuando me di cuenta de que se había llevado todas las armas y que era claro lo que iba a hacer. Pero la verdad no lo sé, no puedo ni voy a poder saber por qué una mujer tan bella y tan inteligente había sido destinada a vivir en ese mundo. Iluminando sí, pero iluminando qué. No hay luz que puedo iluminar ese mundo. Y ahí entro yo, supongo, pero tampoco me cierra, no valgo ese sacrificio, no puedo valerlo ni llegando a ser la mejor expresión de todas mis posibilidades.
Ella se los cargó a todos, a casi todos en realidad. El único que se salvó ese día fue el Carpintero. Pero yo lo iba a volver a ver, y me iba a enterar de que ese apodo se lo había ganado trabajado para la dictadura de Videla en los campos de concentración. Fue veinte años después, en una reunión de Narcóticos Anónimos, en una iglesia de Flores. Cerca de la mitad de la reunión entró un tipo enorme y se sentó sin decir nada. Le dieron la palabra y se presentó como un recién llegado. En cuanto le oí la voz lo reconocí al instante. El no se dio cuenta, claro, los veinte años me habían trasformado más a mí. Le explicaron todo lo que le explican al recién nacido y le preguntaron si quería hablar. Dijo que sí, que necesitaba soltar algo muy pesado que lo hacía consumir. Y ahí contó lo de la tortura, lo de él como torturador, diciendo una y otra vez la frase “maldita cocaína” Asegurando que la droga lo había llevado a hacer lo que había hecho y que ahora estaba arrepentido de todo. Y fue que pasó algo muy raro, algo que nunca antes ni nunca después, tengo entendido, pasó en una reunión de esa confraternidad: todos los compañeros y compañeras se pararon y se retiraron del salón. En silencio, sin juicio, pero sin piedad. Todos menos yo. El Carpintero esperó que todos salieran, hizo algún que otro gesto de incomprensión. Le pedí que continuara  y terminé de escucharlo.
─Gracias por quedarte, por no juzgarme como los demás ─me dijo.
Me levanté y caminé hasta ponerme a su lado.
─Levantate ─le dije.
El tipo se levantó: me llevaba dos cabezas, era impresionante pero no me dio miedo, ningún miedo. Por el contrario, nunca antes en la vida me había sentido tan poderoso, tan invencible.
─¿No me conocés? ─le dije, y él no contestó pero algo había cambiado en su mirada en su mirada─. Soy yo: Jesucristo, y yo te conozco Carpintero, te conozco bien. Me quedé para darte el consejo de una amiga. Una piba a la que violaste en el terraplén de Crucecita, hace unos veinte años, a la que mataste adentro del boliche y por la que no pagaste ni un año de cárcel. El consejo es este: si te vas a pegar un tiro con una 45, no la aprietes mucho contra la sien porque se ahoga. Le dije esto y salí, dejándolo sólo.
A los seis meses me enteré de que se había ahorcado en un rancho de la villa del bajo Flores.

Un hilo de oro puro
Pablo Ramos

3 comentarios:

  1. en 1984, mi prima que aquellos tiempos vivia en Bs As, voy a visitarla y me lleva a bailar a Underground, 30 años despues leo esto!!! me vinieron a la mente fotos de ese tiempo y de mi prima que fallecio 5 años despues...

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  2. Fa, deberías escribir de esa noche...

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