sábado, 22 de marzo de 2014

La muerte de Chola

Termino de leer un relato de M. Proust, en el cual narra la muerte de su abuela y es inevitable no liar las sensaciones que me produjo, al recuerdo de cómo fue perdiendo la vida, mi tía abuela.

Su partida fue una sucesión de momentos crueles, apenados. Fue despedir a la vida muy de a poco, con dolor, agonía. Todos los domingos que sentía ganas, iba a visitarla al hospital. Aunque muchas veces no sentí y fui igual. Porque las ganas se basaban en cariño pero también moral y lástima. La imagen de la visita sólo por amor, es romántica.

Costaba ir. Ella estaba postrada en una cama, comía casi nada y orinaba a través de una sonda que tenía como destino una bolsita ubicada al costado de la cama. El color de la orina se asemejaba al de la sangre fresca. Tenía la mirada perdida con los ojos hundidos insignificantes en el rostro. La piel parecía caérsele, era seca, ajada y muy pálida. Su pelo era escaso, como de un gris cansado lleno de inviernos. Yo solía acariciarlo de forma suave y tierna. Cada tanto tocaba dulcemente sus manos pero a ella no siempre le gustaba. Lo sé porque en esos casos, de una forma muy brusca, escapaba a sus dedos. Sus brazos se hallaban poblados de moretones y estaban hinchados. Sin duda, lo más sombrío fue cuando dejó de hablar; balbuceaba.

Es cruel lo que voy a decir, pero desde la primera vez en que entré a esa sala, supe que ella ya tenía las maletas de ese cuerpo, prontas.
Hubo veces en las que habló y decía frases graciosas. Me pedía que le trajera el  revólver, que quería comer lechón a las brasas hecho por mi abuelo o me preguntaba por mis amores y puteaba enardecida si le retrucaba. Parecía que la verdadera Chola regresaba a ese cuerpo sin gracia y me creaba ilusión. Por momentos esperanzaba con la idea de que talvez mejoraría. Pero eso era en vano.

La última vez que la vi, fue pavoroso. Pedí que muriera, cuanto antes. Qué desalmado todo. Ese lugar, las personas a su alrededor, su cuerpo, su rostro ido. Intenté hablarle y fue peor, entró en sollozos y llamaba a su madre. De golpe fue como si su expresión se volviera infantil. Parecía una niña. Era una niña, lo supe. La última palabra que escuché de sus labios fue: Zulema. Se llamaba a sí misma. Sus gritos en forma de llanto me dieron escalofríos. Esa vez, volví del hospital con un punzante dolor en el pecho. Es demasiado- me dije, y le deseé la muerte con todas mis fuerzas.

El día anterior a su muerte, me lo pasé encerrada en mi cuarto. Era un día frío de invierno y yo lloraba sin cesar, sin motivos. Además vi una película llamada Confessions y terminé hecha trizas. Todo me afectaba: la banda sonora, lo relenteos tristes, los niños japoneses asesinos/suicidas, las pérdidas, la ausencia, el dolor en los ojos rasgados, la mentira en el amor. Cuando por fin logré dormirme, era de madrugada y recibo una llamada. Era mi abuela, así que atendí. Gladys, Zulema falleció -me dijo. Le contesté que no era Gladys. Soy yo, abuela -le dije. Me pidió disculpas por haberme hecho enterar así y cortó.

Fue uno de los días más lluviosos del invierno, el día en que Chola murió. Igual decidí ir caminando hasta el velatorio. Iba escuchando la canción Last Flowers, una y otra vez. Me torturaba. Iba llorando, empapada. Mis lágrimas se confundían con las gotas de lluvia.
Cuando llegué a ese lugar, era frío, lúgubre. No obstante, se respiraba un aire tragicómico. Mi padre afirmaba que comprar una corona no valía la pena, que era carísimo y mi madre decía que teníamos que gastar todos los tickets de café, medialunas y jugo porque los Martinelli eran unos ladrones de primera línea. A esa altura yo reía. Mi abuela permanecía callada y mi abuelo sin embargo, no dejaba de preocuparse por los trámites de la sucesión. Mi hermana ya se había ido y mi tío lucía ansioso, como deseando que todo terminara de una vez.

Cajón cerrado. No pude ver su rostro. Por suerte, porque los años se habían encargado de destruir al que yo conocía.
Miré el cajón y enseguida recordé esas tardes en las que yo la visitaba. Tomábamos anís o vermú con limón en el copetín y almorzábamos con cerveza. Terminábamos borrachas y yo le pedía prender su enorme equipo de audio que jamás encendía. Después de mucha persuasión, ella cedía y yo ponía el disco de Antonio Molina. Elegía la canción que sabía que a ella le gustaba "Adiós a España" y la ponía a todo volumen para alucinar a lo grande, viéndola cantar. Porque cuando cantaba, se emocionaba, le brillaban los ojos. Podía ver cómo sentía la música bien adentro y yo me deslumbraba con su voz y su mirada. (Siempre me contaba lo mismo, que a ella la habían invitado para cantar en el coro de una iglesia, porque cantaba muy bien; cosa que era cierta). Cuando la canción terminaba, yo volvía a darle play. Así, hasta que ella decía enojada -dejá que corra, el aparato se va a romper sino- y al rato se quedaba dormida en el sillón.

Recordé eso y lloré. Lloré pensando en que nunca más iba a ver sus ojos brillar ni a escuchar su voz, cantando esa canción. Ni ninguna otra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario