sábado, 22 de marzo de 2014

Esa mierda del amor

Maicol me gustaba. Lo quise. Él siempre buscaba arrancarme eternas carcajadas. Sabía cómo hacerme reír y yo cómo cuidarlo. Juntos nos divertíamos. Pasábamos horas hablando, tomando vino barato en la esquina.

Su vida era complicada, atorada de problemas. Aunque pocas veces hablábamos del tema. Es que los temas jodidos de nuestras vidas, los charlábamos muy de vez en cuando, siempre borrachos y tocándolos por arriba, desde la ironía, con el dolor trancado en la garganta.
Su madre lo había abandonado, era prostituta y cada mil se aparecía, en la casa que él vivía con su abuela, destruida. Él había estado varias veces en la Colonia Berro, en la primera se había fugado. Por lo que contaban, hubo un tiempo que era muy fácil fugarse de la Berro y andar prófugo.
Cuando yo lo conocí, su trabajo era hacer "salideras de banco" junto a otros de mi barrio. Eran un grupo de película. Todos tenían distintas edades en concordancia a sus puestos. En mi cuadra, donde terminaba el callejón, vivía uno de ellos: el Tavo. Marido de la negra Nibia, que era amiga mía. Ellos ocupaban, junto a sus cuatro hijos, una curtiembre abandonada. Los sábados, el Tavo cuidaba a los gurises y nosotras íbamos a bailar. Él siempre me inspiró mucha ternura, me daba la sensación de que ella abusaba un poco de él. Era parecidísimo a Jimi Hendrix y muy callado. Continuamente lo veías de arriba para abajo con sus hijos, los fines de semana no salía. En ese ambiente era una persona singular.
Un día le comenté a una amiga:
-Es más bueno el Tavo, pobre –le dije.
-Así como lo ves -dijo mi amiga- ¿sabés cómo arranca carteras, cómo revuelca viejas? Es el mejor.
No supe qué decir.

Con Maicol era un círculo vicioso. Los días siguientes al golpe, éramos ricos: él se compraba ropa de marca, comíamos pizza, tomábamos cerveza, jugábamos al pool. Nada de vino suelto en la esquina. Pero en poco tiempo, la buena vida desaparecía y él también. A él se lo tragaba la tierra. Yo sabía los posibles lugares donde podía encontrarlo y más de una vez lo fui a buscar. Quería salvarlo de lo insalvable. Era tan triste todo, verlo así. Además, junto con su aparición, volvía la miseria: el vacío, la ropa estropeada, el vino y las pastillas… la realidad.

Hoy está en el Penal de libertad. Estuvo en Comcar pero lo trasladaron. Hace más de seis años que está preso. Esa vez se mandó una grande y la cagó. Estuve por ir a visitarlo pero nunca fui. Tampoco le mandé cartas.

Hace poco hablamos por teléfono. Fui a la casa de una a amiga a la que no veo nunca y justo ella estaba hablando con él. Me lo pasó, así, de sopetón. -Hablá, es el Maicol- dijo, mientras me metía el celular en la oreja.
Hablamos poco. No hubo reproches de su parte. Me pidió mi número y le dije que se lo pasaba por mensaje. Fue una charla corriente, de esas que tiene la gente cuando hace mucho tiempo que no se ve. Hasta que le dije una palabra. Él se reía. Se reía porque esa palabra era nuestra, casi un código. Largaba risas nostálgicas. Y fue como si el tiempo no hubiese pasado. Conservaba la misma risa, ésa que yo tanto amé.

Tengo instantes guardados. Como el recuerdo de aquella vez, que subida a una hamaca, sentí algo especial. Me acuerdo que era invierno. Estábamos borrachos de vino suelto. Él, además, había tomado diazepan. Era de madrugada y nos hamacábamos, uno arriba del otro, en la plaza de la Curva. Volábamos por los aires y nos creíamos felices. Nada parecía importarnos: ni el frío, ni los bolsillos vacíos. Tampoco las vidas de mierda nos importaban. Yo le pasaba el humo del porro mediante besos y nos mirábamos fijo, casi sin parpadear. Sus ojos eran negros, tupidos de pestañas. Sonreíamos. El fondo desenfocado aparecía difuso por detrás de nuestras caras y se movía de un lado para el otro a gran velocidad. Mareaba. Aunque cerrar los ojos significaba un desafío de vértigo y adrenalina. De todas formas, ni mareados queríamos frenar. No hubiésemos querido frenar nunca. Lo sé. Lo decían nuestros rostros, nuestra respiración. Lo decía su paleta partida apretando el labio, mi pelo bailando al viento. Esa mierda del amor lo decía.

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