martes, 13 de octubre de 2020

Pre-imagen

Se ven poco: dos veces por semana. A veces sólo una. Como muchísimo, pueden llegar a verse tres veces por semana. Eso sí, hablan todos los días. Él le manda mensajes y le pregunta cómo está. Hablan del tiempo; de si está muy frío o hay humedad. “Cómo llueve”, dicen a veces. O “qué divino está el día para tomar mate por ahí”.
Por las noches se despiden deseándose un buen descanso. Cuando se ven, se saludan con un piquito. Y no se desean inmediatamente, pueden convivir a la distancia.
Toman vino y hablan de banalidades. Cada tanto hablan de temas más profundos pero ella siente que él no la escucha. Que algo hace que estén a kilómetros de distancia. Y él siente que todo lo él pueda decir, a ella no le importa.
No siempre que se ven, cogen. Cogen bien pero poco y siempre en la misma posición. Un día él le dijo que le gustaba hacer otras cosas, sublimarse. Y eso a ella la hizo sentir mal. Y se avergonzó de su deseo, haciéndolo disminuir con el paso del tiempo.
Hay una imagen. Están en la Antártida. El paisaje se expresa en tonalidades de blanco. Viven en un Iglú. Hablan muy poco. Él sale en búsqueda de algo, vestido de harapos grises y pieles de animales muertos, marrones. Su nariz y sus mejillas están rojizas, quemadas por el frío.

Ella se queda dentro, cubierta de pieles peludas color azabache. Tiene las manos entumecidas pero toma un papel y escribe algo. Escribe: tengo frío y quiero morir. Dobla el papel y lo mete bajo un cojín.

Él camina kilómetros sobre la nieve, los pies se hunden en cada pisada. Toma con su mano un poco de nieve, forma una bola y la tira a la nada, haciéndola explotar. Después se fuma un tabaco.
Horas más tarde, vuelve al Iglú. En su mano lleva una flor rosada. Extiende el brazo y ella la recibe. Es una flor natural, no entiende cómo  pudo conseguirla. La huele y tiene olor dulce, fresco. El perfume de los pétalos la hace revivir. Se dan un breve beso en los labios. Ella levanta el cojín y tacha el “quiero morir” del papel. Y así, es cómo se quieren.

Una noche de verano quedaron en tomarse un vino de caja en la plaza. Él la vio llegar y le dijo que mejor fueran al balcón de su casa. Ella tenía una pollera muy corta y abajo una tanga cuadrillé translúcido con tiritas muy finas a los lados, color crema. Podían llegar a verse si hacía determinados movimientos con el cuerpo.
Rieron casi toda la noche. Se dieron cuenta que amaban la misma película. Y se tiraron desnudos con los cuerpos transpirados frente al ventilador. En la panza de él había un tatuaje que decía “una temporada en el infierno” pero en francés y con letra rara. A ella le pareció sumamente erótico.
Cogieron pero en un polvo que duró quinientas horas y que ninguno pudo tener un orgasmo como el normal que conocemos. Pero sin embargo, sintieron algo irreversible. Una fuerza que nacía desde dentro como un imán o como la fuerza de la gravedad que lleva todo hacia ella. Todo lo que él hacía era increíblemente sensual para ella y viceversa. No podían separarse del cuerpo del otro. Habían empezado a ser adictos entre sí. Se amaban hasta la muerte.
Ella se fue y si bien se moría de ganas por volverlo a ver, se contuvo. Él le escribió: vení.
Y ella fue. Porque lo necesitaba, porque tenía que olerlo, morderle la boca gruesa.
Desde ese día, se ven todos los días. Y cuando se encuentran, se dan un chupón larguísimo y siguen sin parar de chuponear hasta el sillón para coger porque no aguantan verse y no coger. Todo lo que hacen entre medio (comer, mirar películas, sentarse en el balcón) son excusas y mínimos descansos para poder coger de nuevo.
Nunca se preguntan cómo están ni hablan del tiempo ni se desean buen descanso. Se escriben poesías. Se dicen te amo y también obscenidades. Se dicen puto y putita, todo el tiempo.
Cuando se pelean, rompen las cosas. Maldicen haberse conocido, lloran. Se desean la muerte en la cara y por mensajes. Se odian. Y sufren. Sufren cuando están peleados como sufre un perrito cuando su dueña fallece. O como los viejitos cuando quedan viudos. No pueden vivir el uno sin el otro nunca más.
Hay una imagen: la magma de un volcán centroamericano subiendo lentamente para llegar a la cima y convertirse lava. No se predice cuándo erupciona esa viscosidad de rojo fuego, cayendo y bañando la sierra. Terminando con toda la vida a su paso. Los animales corren por la suya. Los pumas y tigrillos, son lo que tienen más suerte porque son los más veloces.
Cuando termina el espectáculo natural, con el frío, se forman obsidianas negras cerca del agua. Un nativo se acerca a la orilla y toma una, luego la afila y crea una flecha para cazar. Esa flecha es entonces su amor.