sábado, 19 de abril de 2014

El Gallito Luis

Buscaba trabajo. Diecinueve años. Domingos mirar el gallito en internet y mandar mail cadena con copia oculta, curriculum vitae adjunto. No hacerlo muy tarde porque las casillas se llenan y el mail rebota. Anotar los que son presenciales e ir lunes temprano.

Primeros trabajos. Trabajos mediocres, mal pagos. Repartidora de volantes, auxiliar de ventas.
Te volvés experta. Ya ni lees, sólo copiás y pegás correos electrónicos. Salteás páginas: coloristas, overloockistas, cortadoras, brushinistas… no, no, conocés bien tus limitaciones.
Lo tuyo es: experiencia en nada. Referencias: ninguna. Estudios: bachiller. Idiomas: Inglés nivel First Certificate. Aspiraciones: maldito dinero.
Te telefonean en la semana. Coordinás entrevistas. Sí, sí, puedo, puedo. Bien. Perfecto –decís cuando te citan. Necesitás trabajar y tus pretensiones disminuyen con el correr de los días. Salir del paso para encontrar algo mejor –te consolás.

Recibo llamada. Presentarse en un importante hotel al mediodía. Cargo: recepcionista.
Voy de traje. Un traje rosa viejo (algo grande para mí, prestado por mi madre) y blusa blanca levemente escotada, piel alunarada a la vista. Rodete en el pelo. Pelo rubiote mezcla de oxidantes y tintas añejas. Perlas blancas en las orejas. Rímel en las pestañas. Labios naturales. Zapatos blancos: baratísimos, masticados en las puntas por un dogo argentino, cachorro. No te los presto más Ana–le dije a mi amiga cuando me los devolvió y vi las puntas masticadas, los colmillos hincados en la cuerina.

Llego. Me anuncio en la recepción. La chica llama a los entrevistadores. Y es raro, porque no son parte del hotel, sino que están alojados en él. Tomo asiento, desconcertada. Creí que el trabajo era específicamente para recepcionista de ese lugar. Pero qué más da. Ya estoy ahí. Espero. Mejor no adelantarse.

Bajan dos hombres. Uno de tez caribeña y el otro, con ojos rasgados. Se presentan y el de acento colombiano, me invita a sentarme en la zona de los sillones. Los observo detenidamente, desconfiada. El asiático tiene traje negro, maletín y oro en sus dedos, en sus muñecas y en su cuello. Tiene un reloj dorado que luce carísimo. Y sus lustrados zapatos brillan tanto, que podría mírame en ellos. El colombiano es más sencillo y es el que habla.

Me dedico a escuchar. El trabajo es para ir a Japón.
¿Japón? –le pregunto asombradísima.
Sí, Japón –contesta él, como si nada.
Es por seis meses, voy a vivir con otras chicas, otras “recepcionistas” de diferentes partes del mundo. Y me van a pagar en dólares, muchos.
-¿En qué consiste el trabajo? –lo increpo (aun sabiendo que no voy a viajar a Japón)
-En recibir a los clientes y hacerlos sentir bien, cómodos. Sólo debes recibirlos, charlar un poco con ellos, compartir una copa y listo.
Mi cara era la de una persona que no sabe dónde carajo se metió.
-Eso no lo decía en el aviso –exclamo enojada
-El aviso del diario, tenía la aclaración –y nombra una palabra que no recuerdo cuál era

¿Para qué sigo ahí? Me voy ya. ¡Quieren prostituirme en Japón! Los miro asustada. ¡Son aterradores mafiosos!
Pienso dos segundos y cambio de idea. No voy a irme. Voy a quedarme a escuchar. Me intrigan sus proposiciones. Ya no tengo nada que perder.

El entrajado y amorrocado no dice una sola palabra. No entiende el español. Habla con el otro, y él me traduce. Cuando hablan entre ellos en japonés, la mirada me queda perdida. El dueño del circo dice que soy muy bonita, que tengo pies pequeños y la piel muy blanca, delicada. Que parezco rumana por mi estatura y que eso gusta mucho a los clientes. Mientras el colombiano lo traduce, el japonés me mira con un leve deseo y cara de hombre malo, duro.

Se volvió un juego para mí. Un juego sádico. Me imaginé siendo puta, viviendo con muchas putas. Ropa desparramada, rubias despeinadas. Una casa llena de putas, contando dólares. El ponja cogiéndonos a piacere. Engañadas. Presas. Perdiendo dólares, perdiendo libertad. Golpes. Moretones en la cara. Labios rajados. Sexo, frío y mucho. El inglés conector. Un lugar oscuro con luces rojas, turbio. Nosotras desnudas, indefensas. Japoneses por doquier. El pacífico insuperable.

Un chasquido de dedos y mi vida da vuelta –concluyo perturbada.

Vuelvo a la conversación. Si los clientes me invitan un trago, son más dólares. Gano una pulsera y a la salida cuentan mis pulseras y yo mis dólares. Me aclara que no es prostitución. Nada de eso, nada de sexo –afirma con aire moralista. Hay guardaespaldas para protegernos a nosotras, las “recepcionistas”. Luego dice que puedo bailar. Y ahí largué la carcajada. No aguanté. Era demasiado todo. Estar ahí, vestida de rosa viejo con dos cafiolos de alto vuelo, al mediodía. Demasiada cosa.
Le digo riendo que el baile no es lo mío. Hace como que no me escucha y sigue contándome tarifas. Que si bailo sin la parte de arriba, es decir, en topless, son más dólares. Y siempre, en cada frase, emplea la palabra “dólares”.
Ultimó que las otras chicas eran muy bien, que ellos ya habían conseguido varias muchachas, así, como yo, en diferentes países europeos. Y que Uruguay y Argentina, eran su último destino antes de emprender el proyecto en Japón.

Saludo. Les miento que lo voy a pensar. El japonés le dice algo al oído al colombiano, éste último me mira y dice que a mí me iría muy bien, que tengo todo para triunfar, que lo piense. No pierdas la oportunidad –remata.

18 de julio. Parada. 110 Manga. Estoy anonadada. Miro por la ventana. Me río, necesito contárselo a alguien. Nadie me va a creer, pienso. Estoy tentada, me imagino bailando con las tetas al aire frente a varios japoneses. Dólares en las caderas. Manos con pulseras. Ya, necesito contárselo a alguien.
Río mucho. Qué divertido. No puedo parar de reír.
Hasta que mi risa se transforma en rabia, en dolor. ¿A mí me iría muy bien? ¿Muy bien lo qué? ¿Qué? ¿Tengo cara de puta? ¿Cara de coger bien? ¿O de sumisa? ¿De imbécil? ¿Cara de qué? ¡Ponjas hijos de puta! ¿Y si estoy sola en el mundo? ¿Y si tuviera hijos? ¿Y si ya fuese puta y me ofrecen tantos dólares, dólares en cada frase? ¿Y si dijera que sí porque no tengo nada que perder en la vida, ni siquiera la vida? ¡Concha de su madre!
Pienso en las que hubiesen ido. En las que fueron. Las vislumbro encerradas, cogiendo sin cesar. Golpeadas. No pudiendo volver ni mandar plata a su familia. Tristes.
Capaz vi muchas películas.
Vaya uno a saber.

Yo por suerte no fui.

2 comentarios:

  1. dolares!! dolares!!! dolores dolores!!!

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  2. menos mal.
    Y si,
    también muchas películas.
    Pero ...
    Qué viaje.
    Cuánto sexismo.
    El gallito es lo pior.
    Lo digo por experiencia.
    Buscá tu propia fuente de ingresos. Más si sos joven.
    Siempre hay buenas ideas dando vueltas.
    cosas posibles.
    Montevideo aprieta pero no ahorca.
    Un abrazo.

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