martes, 19 de mayo de 2015

Sabrina, la (no) bruja adolescente


A Sabrina le querían pegar. Se la habían jurado. Iban a pegarle a la salida de clases.
Ella iba al liceo Nº45. Yo iba al Nº3, el Dámaso. Diría una amiga que yo di la dirección de mi abuela (que vive en el barrio Buceo) al momento de inscribirme, para que me tocaran liceos de por ahí y zafarle a los de mi barrio, como ser el Nº13 y el Nº45. Lo dice para hacerme rabiar y reír, ya que no es cierto. Aunque a decir verdad, ella no está en condiciones de jugar a hacer chistes porque fue al Elbio Fernández, liceo de chetos reventados. 
Sabrina era de mi barrio pero era de los que iban a colegio privado y que tenían vínculos más pudientes; casa de veraneo y viaje de quince a Bariloche. Sin embargo, en 4to año de liceo tuvo que cambiarse al público Nº45 porque su madre no pudo pagar más la cuota del Beata Imelda.
Nosotros nos hicimos amigas de niñas, en las clases de inglés (de otra forma, creo que jamás hubiésemos sido amigas). Estudiábamos dos veces por semana en el instituto de la vieja Matilde. Instituto barato. Instituto de barrio. Escuela de Oxford, “el inglés verdadero”, te batían. Y enseñaban bien, aunque en muchos años. Yo fui desde los nueve hasta los dieciséis años y no aprendí mucho. Admito que nunca fui buena alumna: no estudiaba y además me daba vergüenza pronunciar bien las palabras. Prefería hablar al mejor estilo indígena antes que humillarme en clase. Las que pronunciaban como yanquis, me parecían unas imbéciles, me daban vergüenza ajena. Y esas fueron, claro, las que luego pudieron trabajar en lo de Matilde, salvar la prueba del IPA, e incluso algunas, hasta ser profesoras de UTU con sólo el First Certificate.
Los del inglés eran mis amigos chetos del barrio, que obviamente, “chetos” no eran. Pero todos iban a colegio privado, menos yo. Me acuerdo que uno, hasta jugaba al rugby, deporte totalmente alejado de mi realidad. En mis vínculos era: fútbol, boxeo, patín, gimnasia y pará de contar.
Pero la cosa era que a Sabrina le iban a pegar. Una tal “negra María” se la había jurado en un recreo sólo porque ella era amiga de uno que a la negra le gustaba. Para peor, resultó ser que la negra vivía en el parque Guaraní y que no se comía ni la punta. “Mete las manos como loca”, decían, “no le gana nadie”, “la negra María no se come ninguna… con n a d i e”. Y ahí, ya aparecieron las historias de que una vez le deformó la cara a una y de que otra vez, le hizo traumatismo de cráneo a otra, y no sé cuántos cuentos más.
Ella estaba cagada hasta las patas, había dejado de ir al liceo, mintiéndole a la madre que no había clases. Estaba deprimida. Experimentaba pavor pensando en la negra. Y era lógico… la negra la iba a matar.
A mí se me ocurrió que si hubiese sido “Sabrina, la bruja adolescente”, indudablemente, eso no le pasaba. Seguro le hacía un hechizo y la negra se dejaba de pavadas. Pero claro, esas cosas no pasaban en la vida real, sólo pasaban en la televisión. Y ni siquiera en la televisión común… sólo en las televisiones con cable. Suerte que toda la cuadra estaba colgada en aquel tiempo. Que nadie se quedaba sin ver cómo la bruja adolescente resolvía sus problemas. Hasta que un día, me acuerdo, nos cortaron el cable a todos. El rumor decía que el único vecino que sí pagaba por mes, nos mandó en cana a todos. Nunca se supo la verdad. A mí, la verdad, no me importó. Pero a mi madre le vino como una especie de ataque cuando volvió de trabajar y vio que no había señal. Se quedó mirando la pantalla con los puntitos esos y el ruido sh hsh shh. Se puso como una loca y gritaba. Yo supuse que era por lo de la bruja adolescente, pero no. Le dijo a mi padre: “José, ahora paguemos. ¡Yo quiero seguir viendo películas!”
Sabrina, un día me preguntó si yo conocía a alguien que pudiera ayudarla. Y la primera que se me vino a la mente fue la negra Nibia, que okupaba la fábrica. La segunda, fue la gorda Yohana que vivía en el cante de San Fernando. Nadie se metía con ellas dos, todos las respetaban por saber boxear y por tener conocidos maridos chorros. Pero el tema era que, si el lío hubiese sido conmigo, todavía, porque me conocían. Pero meter la cara por Sabrina, perfecta desconocida, y que encima, era del barrio pero se hacía la cheta… la veía complicadísima.
Ella no lo decía pero yo sabía bien que tenía el defecto de querer ser millonaria. Soñaba con esas cosas que hacen los chetos: los grandes lujos. Codearse con gente de guita, progresar, salir del pozo. Pero de todas formas, era buena persona y yo la quería. Defectos tenemos todos, pensé. Por algo era mi amiga, a fin de cuenta. Así que sin dudar fui hasta lo de la negra Nibia y le conté todo. “Yo sé quién es, es amiga de mi hermana”, me dijo, “no caga nada esa negra, se anda haciendo la bandida con una gila.”, y con cara de pocos amigos, agregó: “dejame que yo le paro el carro al toque a la conchuda.”
Días más tarde, después de una clase de inglés, fuimos con Sabrina a la fábrica para ver en qué andaba la cosa. “Mañana andá tranquila al liceo. Nadie te va a hacer nada”, le dijo la negra Nibia, con cara bien seria. Y a Sabrina le faltaba llorar de la emoción. Le agradecía sin cesar que la haya ayudado. Y mientras Sabrina la abrazaba, la negra, por atrás me hacía caras apretando un poco los ojos, como que no entendía nada y yo medio que le levantaba un hombro de cotelete como diciendo: “yo que sé”, y ella se reía con su risa de varios dientes postizos. Porque para ella, al fin y al cabo, no había sido nada… sólo una moneda corriente.
Para no irnos en seguida, nos quedamos a tomar unos mates, sentadas en sillas destartaladas mientras la negra y yo conversábamos chusmeríos del barrio. Pero de a ratos, yo miraba cómo Sabrina movía discretamente su nariz. Debería sentir el olor a mugre. Que en realidad, no era olor a mugre, era más un hedor a lugar huérfano, a humedad mezclado con sillones y colchones sucios. A problemas con el agua, a un lugar no preparado para habitar.
La veía observar la fábrica abandonada: los vestigios de una curtiembre llena de fantasmas y un piso de hormigón con manchas de aceite. El espacio amplio, gris y frío, la ropa tirada en el suelo. Los gurises gritando y saltando en los sillones empercudidos, reventados. El polifón polvoriento volando por los aires. Las cicatrices que podían verse en los brazos y en la cara de la negra mientras les pegaba sacudones y puteadas en voz alta a los pendejos para que se quedaran tranquilos, porque si no, iban a cobrar y no plata.
Sabrina no habituaba ambientes así y estoy segura que en otro momento ese lugar le hubiese dado un poco de asco. Pero como la negra Nibia le había salvado la vida, podría jurar que se obligó a sentir lo contrario. Que sintió lo contrario.
Al día siguiente, Sabrina volvió al liceo y en el primer recreo, la negra María se le acercó. Sabrina temblaba de miedo, aún le tenía terror. Y sin mirarla a los ojos, con voz algo baja, la negra le dijo: “Disculpá, vo. Ta todo bien. No sabía que eras amiga de la Nibia.”

6 comentarios:

  1. Pensé que Sabrina iba a cobrar más fuerte todavía por tu gestión diplomática.

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  2. Pensé que Sabrina iba a cobrar más fuerte todavía por tu gestión diplomática.

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  3. La negra María debería ser mi amiga...
    Se iban a enterar unos cuantos.

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  4. Nada más lindo que un rico en una situación incómoda dependiendo de un pobre.

    Se da vuelta el universo.

    Excelente lo suyo, como siempre.

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  5. Bueno, pero al final queda claro que hablando se entiende la gente. Muy buen, buen relato.

    La verdad es que de la bruja adolescente, las últimas temporadas, las que están en la universidad, no me gustaron mucho que digamos... Si, vi la serie completa, lo admito.

    Saludos!

    J.

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  6. Dios. Qué texto hermoso. Me encantó.
    Me encantó cómo narras la mezcla de universos.
    Me encanta como escribís.
    Es un placer leerte.
    Abrazo grande.

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