y qué es lo que vas a decir
voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo
Alejandra Pizarnik
jueves, 9 de abril de 2015
domingo, 5 de abril de 2015
Barba azul
Él
trabajaba en una fábrica de pistones, cerca de casa. A unas cuadras,
precisamente. E iba todos los días en bicicleta aunque lloviera. Si
llovía se ponía un pilot amarillo y listo, iba igual. Su bicicleta
era una de esas Graciella antiguas, toda herrumbrada y
despintada. De esas que no podés distinguir de qué color son, ni
sospechar de cuál fueron alguna vez.
A
la hora del almuerzo, si pasábamos con mis amigas por la puerta de
la fábrica, los obreros nos gritaban cosas. Y yo paraba a propósito
y preguntaba por mi padre, para que ellos se sintieran incómodos y
me pidieran disculpas. Mi padre reía y les decía que no se hagan
los locos, que éramos adolescentes. Que él tenía un arma y sabía
cómo usarla.
Papá
me acuerdo que iba con un mameluco azul, empercudido de grasa. Y
usaba una barba al estilo revolucionario. Una barba azabache,
mullida, trepándole la cara. Neegra, neegra. Casi azul. Porque él
nunca tuvo canas, nunca nunca. Ni una. Dice que no tiene canas porque
hizo un pacto de juventud con el diablo. Pero nadie le cree.
Desde
que nací que tuvo esa barba. Y jamás, en trece años, lo había
visto afeitarse. Ni una vez. No conocía su cara sin barba. En todas
las fotos tiene barba. Para mí él había nacido con barba, su cara
era con barba. Mi padre, el barbudo.
Pero
cuando pasó lo de la fábrica, que lo despidieron, él estuvo muy
triste, preocupado. Los ojos se le llenaron de bolsas, de ojeras, de
bronca. No dormía. Decía que no sabía cómo iba a hacer porque su
oficio había dejado de existir, que ahora las máquinas y los
programas de computadora, lo hacían todo. Y yo también me
preocupaba pero no se lo decía. Pensaba que nos íbamos a morir de
hambre. Pero mi padre siempre decía que comer, íbamos a comer. Que
morirnos de hambre, nunca. Que él igual salía a robar, que mataba a
alguien, que no le importaba nada.
Mi
padre siempre me hizo sentir segura: sentir que si él estaba a mi
lado, nada malo iba a pasarme. Como si fuera Dios. A veces, de
madrugada escuchaba un programa de radio que contaban historias de
terror y no me podía dormir. Me venía un miedo inmenso y empezaba a
ver espíritus. Fantaseaba con fantasmas. Y cuando no, simplemente
pensaba secretos que guardaba y sentía culpa, culpa de todo. Como si
mi conciencia me culpara, y ahí, parecía que me iba a morir. Pero
en el fondo, yo sabía que mi padre siempre iba a protegerme de todo.
De todo. Que me iba a salvar, de quien fuera, donde fuera. Hasta de
mi conciencia.
Un
día volví del liceo y en mi casa había otro hombre. No entendía.
No era mi padre pero se parecía. Hacía todo lo que él hacía. Lo
quedé mirando fijo. -¿Papá?
Parecía
un extraño. Le creía pero no. Como si me estuviese mintiendo. No
podía dejar de mirarlo. Observaba sus gestos… eran los mismos.
Pero esa cara, esa cara era otra. No lo podía aceptar. Ése no era
mi padre. Paranoiqueaba. Así estuve días, sin creerlo. Dudando.
Imaginado que me engañaban, que me lo habían cambiado los
extraterrestres.
Hasta
que un día lo acepté, naturalicé su rostro nuevo. Racionalicé.
Entendí que se había afeitado porque de otra forma, no conseguiría
un nuevo trabajo.
Y
desde aquella vez, nunca más volvió a dejarse la barba. A lo sumo
se dejaba una sombra y cuando lo saludaba con un beso, le decía:
“pinchás, parecés una lija”. Y él retrucaba: “yo soy un
hombre. Me afeito y a las horas me crece tremendos cardos. ¿Qué te
creés? ¿Que soy como esos trolos que andás vos? Yo soy un hombre.”
Hace
poco fui a Maroñas y pasé por la fábrica donde él antes
trabajada. Había un cartel enorme que decía: “Depósito de
fierros”. Me asombró y me detuve. En la puerta había montañas de
metal y me invadió un sentimiento triste. Me asaltaron los
recuerdos. Recordé a los obreros en el descanso, todos vestidos de
azul, sentados en un murito, fumando y cargándose a todas las
mujeres que pasaran. Riéndose. La fábrica en movimiento, los
colores. El ruido. Papá volviendo de trabajar con la cara llena de
grasa, la barba y las manos sucias.
Ahora
la fábrica no era fábrica. Y estaba tan gris, tan desolada, muda.
Muerta.
-¡Hija
de puta, te robaste la barba de mi padre! –grité, de ojos
vidriosos.
Quedé
inmóvil mirando cómo el gargajo chorreaba el portón. Cómo
resbalaba lento, separándose en saliva y flema. Dividiéndose en
colores, tonalidades: transparente y amarillo, verde. El dibujo
brilloso que dejaba como un camino en el hierro, parecido al rastro
de una babosa o un caracol. Pasó un rato. Seguí observando. Y
podría haberme quedado hasta el final. Hasta que se seque, se
desintegre. Hasta que sea nada. Ni siquiera un recuerdo.
Pero
no. Me restregué los ojos y seguí caminando.
miércoles, 1 de abril de 2015
Horses in my dreams
Hoy con la abuela Violeta hablamos del cielo y de los grandes edificios. De la pintada en la esquina, que dice: "barrio trabajador y depresivo". De los sueños hablamos de las pesadillas. De un lugar desconocido al que le temo. Y ella también.
Bajo la luna bajo el sol. "Cincuenta años de casados". Nos reímos. "Es ridículo", me dice. "Antes era plantar calabazas y aguantar. Ahora por una miga de pan abandonamos el barco", le digo. Si encontráramos el punto medio, pienso por dentro. Nunca encontré mis puntos medios, a veces pienso que no existen. O que las palabras: equilibrio y armonía, son sólo palabras.
La Moni nos salta, es una perra psiquiátrica, diagnosticada. "Te acaricio, calmate, no me lamas entera", le grito riendo. Nadie puede saber qué es lo que ella quiere. Yo casi nunca sé lo que quiero, me digo. La abuela le da mate, le mete la bombilla en la nariz y la perra se aleja. "Mate no quiere", me dice. Le mojo el hocico en mi café frío. Se aleja. "Café tampoco", digo yo.
Me gusta que tome mate con la caldera apoyada en un círculo de mimbre. Un vaso de vidrio chiquitito lleno de yerba apoyado sobre un repasador. Un repasador cuadriculado y amarillo. Siempre lava el mate, lo empieza mal. No sabe cebar, no le interesa. A mí tampoco me interesa si estoy con ella. Porque juntas miramos por la ventana. Miramos al árbol japonés. En otoño va perdiendo las hojas. "Queda todo peladito", dice seria. En invierno le salen unos dulces pimpollos que después explotan en bellas flores. Y en verano se llena de hojas verdes. "Bien, bien tupido", dice y mueve las manos, expresiva. "¿Y en primavera?", le pregunto. "Llora flores, riega el suelo de rosado, de pétalos tristes", responde sin mirarme y después mete la boca en la bombilla, la frunce. "Qué árbol raro", le digo. "No es raro, es que él cree que está en japón", dice la abuela.
La Moni no quiere comer. Yo no quiero que te vayas. No me dejes. Si recién dijimos que desde acá, el cielo se ve entero y éso nos encanta. La bajada de Ramón Anador nos deja ver el atardecer naranja y violeta. Violeta como vos. No seas mala, no me dejes. Por favor. No me dejes. ¿Acaso todos van a dejarme? No me pongas triste. Hoy hubo sol, no digas esas cosas.
Mientras tanto, las cucarachas se aman en el baño. Y ya no se avergüenzan de su amor. Apasionadas, ya no se esconden. Ya no me temen y éso me gusta. Ya no corren. Ni se mueven al verme. Su corazón late fuerte sobre el caño de la cortina. Jamás podría matarlas. Si yo sé que ellas están enamoradas y que volverán risueñas a sus cañerías. Sólo puedo verlas con dulzura, observar sus cuerpos entrelazados. Pareciera que el amor las tuviera atrapadas y no les importa. Están encarceladas en su deseo, y sin embargo, parecen tan libres... tan felices.
Me voy. Necesitan intimidad. Darse el abrazo del después. Mirarse fijo un ratito, parpadear. Decirse alguna verdad, planear un nuevo encuentro. Sentir la partida.
Las ganas de mear se pueden aguantar.
Las ganas de amar, no.
No cierres el portón - dice la abuela
No - le contesto, y aprieto el candado
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